Microlecturas (o cómo andar en micro me enseñó a leer)

 

Los libros más importantes de mi vida los leí arriba de una micro. De varias, para ser preciso, aunque para mí, en ese entonces, a mediados de los 2000, todas las micros de Santiago eran una sola, la micro, un infernal y amarillo paquidermo de acero, monstruo manejado por otro monstruo, al cual debía subirme a diario, primero para regresar del colegio, después para ir y volver
de la universidad. Ahí, sentado o de pie, temprano y a media tarde, leí las novelas y cuentos que me hicieron el que soy. 

Hasta los 18 años, eso sí, fui incapaz de leer un párrafo dentro de un vehículo en marcha: con el movimiento, las palabras se volvían polillas, que rebotaban sin control en mi cabeza, para luego bajar de un piquero al estómago e inmediatamente subir a la garganta en forma de un mareo incontenible. Abrir un libro en un auto era una invocación al vómito. 

Pero una mañana, poco después de las siete y justo antes de una prueba para la que no había estudiado, me senté al fondo de la 237, saqué de mi mochila unas fotocopias corcheteadas y ocurrió el milagro: pude leer. Víctima del estrés, amenazado por el cortisol que inundaba mis venas, las letras de pronto dejaron de vibrar en el papel y las vi nítidas, quietas y elocuentes, como si el rugido de la micro, además de su brusco vaivén, las llenara de un significado que no tenían en la quietud de mi cama. El milagro era doble: leía en la micro y leía mejor que nunca.

Desde ese día, las horas en el transporte público dejaron de ser un lastre irrecuperable, tiempo perdido con olor a fierro, para convertirse en mi momento favorito del día. Era verdadero el orgullo por transformar en placer lo que hasta entonces me daba náuseas, pero también por construir un refugio muy privado, solo para mí y los libros, en el espacio más público de todos.

Me gustaba leer sentado junto a la ventana, con la cabeza apoyada en el vidrio seboso, pero también aprendí a hacerlo parado en el pasillo, surfeando los frenazos de la micro sin dejar de mirar el libro que, con una mano en alto, como la biblia de un evangélico en la plaza, entre viejos enojados y señoras cansadas, lograba mantener abierto. Ese funambulismo me demostró que nada, ni la más humillante de las incomodidades, puede interponerse entre un libro y quien quiera leerlo.

No sé si soy un buen lector pero estoy seguro de que sin las micros sería uno peor. Ellas me enseñaron a leer con rigor y afecto, todos los días, bajo cualquier circunstancia. Antes de leer en la micro, vivía la lectura como una actividad privada y secreta, algo que solo podía hacer cuando nadie me veía, libre de miradas e interrupciones. Pero luego se volvió lo contrario y para leer bien, para que realmente aquello que estaba leyendo me atravesara, necesitaba la presencia de los demás, acompañarme de pasajeros desconocidos y validar en ellos, en sus caras desinteresadas, mi nueva condición de lector en movimiento.

Eso me hacía sentir mejor que los sospechosos lectores de café, esa gente que paga por sentarse a leer en público, que gasta plata, aunque sea poca, para que el resto los vea leyendo un libro. Son como los que corren sin polera en avenidas transitadas o le sacan el silenciador a las motos: vanidosos, inseguros, incapaces de hacer lo suyo sin llamar la atención del resto. ¿Pero no sería yo, al exhibir mis gruesos libros entre obreros agotados, trabajadoras cansadas y estudiantes trasnochados, una especie de lector todavía más nefasta que esa, nada más que un engreído y presuntuoso chiquillo burgués que disfrutaba de enrostrar su cultura en el lugar más triste de la ciudad? 

Eso lo pensé mucho tiempo después, cuando la pandemia y el teletrabajo me bajaron súbitamente de la micro, y nunca más tuve que subirme a una, al menos no diariamente. Al comienzo recibí este cambio como una bendición, pues ya no tendría que depender de la impredecible 103 ni jamás volver a correr para llegar a la C22. ¡Nunca más la desolación de asomarme al paradero y ver que la micro, la única que me servía, se alejaba como un sueño, lenta pero segura, dejándome solo y atrasado bajo el sol de la mañana! Pero al poco tiempo ese alivio se sintió como un extraño problema.

Liberarme del transporte, lo noté después, también significó abandonar un tiempo sagrado de lectura. Llevaba algo así como quince años de andar y leer en micro, todos los días, y de repente, tras unos meses de trabajar en la casa, noté que ya no encontraba momentos para hacerlo. ¿Cuándo leer? ¿A las 6 de la mañana, antes de despertar a los niños? ¿A las 8:30, entre el desayuno y empezar a trabajar? ¿En la incomodidad del almuerzo, encerrado en el baño, mientras paseaba al perro?

Ninguna de estas opciones funcionó, porque además de ser instancias breves e inestables, descubrí que existía otro inconveniente: no estaba en movimiento. La micro me había condicionado a que mis lecturas, especialmente las importantes, ocurrieran a unos 60 kilómetros por hora. Ahora, quieto como un condenado, tuve que aprender a leer en la calma y el silencio.

Pero a veces, cuando las paredes de la vida doméstica se estrechan y no parecen haber rincones ni minutos para escapar leyendo, me dan ganas de agarrar ese libro, el último en la cumbre de mi velador —que hoy sería Las pequeñas virtudes de Natalia Ginzburg—, y salir al paradero a tomar la primera micro que pase. Ahí me acuerdo que no es tan fácil: ahora vivo entre Viña y Valparaíso, en un cerro lleno de curvas y pendientes, donde las viejas micros, de una rapidez homicida, exige otra clase de destreza lectora. Una que a estas alturas, sin juventud ni exámenes que rendir, ya no sé si pueda conseguirla. 

 

 

Cristóbal Bley (Santiago, 1986) es periodista y ha escrito en medios como PANIKO.cl, Revista Viernes, La Tercera y Revista Santiago. Vive en Recreo, Viña del Mar.

 
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