La perra - Andrea Blanco

 

Los lunes son los días en los que más trabajo hay y no necesariamente
por lo que toca limpiar, sino por la rogadera en todos los apartamentos
para que los gringos se vayan.

Diferentes bermudas playeras me gritan cada semana que no sabían que la hora de salida era las once. Yo les entiendo el “ileben” y hago el ademán de limpiar con un trapero imaginario, que de hecho está en los armarios con candado que casi todos intentan abrir, y luego las caras se les van volviendo aún más rojas mientras me explican que esta es la mayor violación en la historia de su privilegiada y turística vida. Yo espero en el marco de la puerta, con mi balde y mi olor a desinfectante de limón y mi dermatitis por el desinfectante. Les repito “noínglis ai clíni”, a lo cual le sigue el esperado y ya no sorpresivo portazo en la cara. Entonces tengo que llamar al patrón y me dice que los saque y me quedo pensando cómo exactamente él se imagina que yo haga eso, con mi metro cuarenta y siete y mis 50 kilos, mi dermatitis y mi trapero imaginario. Me tira el celular y ¿cómo no? si a él también, le estoy importunando su lunes de cobrar alquileres vacacionales de este edificio que mandó construir de manera ilegal con una de las mejores vistas a la ciudad, a otros edificios como este, y las peores vías de acceso posibles. Entonces me bajo al patio y me pongo a barrer la entrada y de vez en cuando vuelvo y les timbro para que sepan que sigo esperando. 

Ya me ha pasado antes que el patrón no ha dejado bolsas y una vez de tonta fui y las compré y por supuesto nunca me las pagó, entonces ahora si hay mugre u hojas que recoger las arrumo en cualquier rincón.

En esas estaba cuando la vi pero supuse que ella
ya llevaba tiempo mirándome.

La fui reconociendo por partes: una oreja café, una pata, una cola enrollada, una cadena agarrada a la nada, otra oreja blanca. Me puse en cuclillas y le extendí la mano y vi cómo sus ojos no sabían anticipar si yo le estaba ofreciendo golpes, cariño o comida. Una vez compartidos algunos instantes de anhelo y miedo, ella se acercó cojeando y vi que la oreja café era el inicio de un costado completamente de este color, del cual salía una pata que bien habría podido ser de otro animal, porque no tocaba el suelo pero se movía libre y gelatinosamente. En el vientre no se le pronunciaba nada y le calculé cuatro meses, pero era difícil saberlo por lo compacto de su cuerpo y lo desproporcionado de su cabeza. Saqué del delantal un pedazo de queso que cargaba siempre por si las moscas, aparentemente como estas, lo desenvolví y se lo puse en el suelo. Ella me miró de reojo, como un tucán indeciso, lo olfateó, lo agarró delicadamente y partió a correr tan veloz y torpemente como cuando yo me fui de la casa, a mi vez, con lo desproporcionado de mis senos y la inocencia de mis facciones. 


¿Cómo habrá llegado al edificio? ¿la abandonaron por paticortica? ¿No la estará extrañando alguien? Ella allá viviendo su vida a la intemperie, a la deriva, con semejante vista a la ciudad. A lo mejor viene de las fincas de arriba, en las que pagan bien, pero en las que sin moto no hay como encontrar trabajo. No, tampoco, una perrita así, criolla y de caminar difícil, como habría dicho mi abuela para no hacer sentir mal a nadie, a esa gente ni se le cruzaría por la cabeza. Ese día amaneció diluviando y, para colmo de males, era el día de subir las sábanas y las toallas recién lavadas, mientras aún huelan a sol. Me tocó pagar un taxi que me cobró lo del mercado de la semana y, como llegué tarde, no tuve tiempo de buscarla. Me puse a organizar y a desocupar las neveras de las cosas que tengo prohibido llevarme y encontré en el 5B unas lonchas de jamón y un pan duro que le puse a remojar con un cubo de caldo para que le supiera a alguito y le pegué un plástico a la parte de arriba de la caja en la que venía el ventilador de repuesto para el 3A. No se dejó ver pero igual le acomodé su recientemente adquirida residencia en el rincón en que nos conocimos, con la seudo sopa calientita humeando desde adentro. 

Las múltiples aperturas de mis zapatos, de tan solo seis años de antigüedad, caminaron dos horas por trocha y barro hasta llegar a la pensión en cuyo estrecho pasillo me esperaba el casero, quién detrás del grotesco volumen de su barriga, me recordó, como solía hacer quincenalmente, inclinándose hacia mí y salpicándome la fetidez de su aliento, que siempre había maneras creativas de arreglar lo del alquiler. 


El sol inclemente hizo de la ciudad un baño a vapor y los charcos del día anterior humeaban como géiseres por todo el camino destapado. Pedales, sillín y manillar chirriaban al unísono y avanzaban lenta pero seguramente, bajo mi cuerpo jadeante cubierto de poliéster con flores. Unos cinco metros antes de llegar a la parte a duras penas pavimentada, dónde la entrada del edificio se reconoce por las aves del paraíso plantadas a ambos costados, reconocí la silueta de la perrita, saliendo de detrás del arbusto que esconde el aire acondicionado de la primera planta. Su hocico fue asomándose lentamente como un brote que se aventura a perseguir el sol, levantando las orejas, una sustancialmente más sucia que la otra y dejando entrever la alegría de su cola al reconocerme. Temí asustarla con el alboroto metálico de mi llegada y me bajé de la bicicleta invitándola a venir hacia mí. Supongo que por costumbre de haber estado amarrada, intentó avanzar y se frenó a sí misma detenida por una pared invisible, pero al notar que no había nada, se acercó y su pelaje, más bien cerdoso, pareció sentir por primera vez lo que era una caricia.

A ella, a sus pulgas y a mí se nos iluminó el pecho al sentir que alguien
en este mundo nos esperaba y se percataba de nuestra ausencia. 

Mullí su casa de ventilador con una camiseta desteñida y arrugada de Lacoste que uno de los turistas había tirado a la basura, y le puse, en el tarro de yogur griego donde ya no había sopa, 200 gramos de comida para gato, que era más barata que la de perro, y alcancé a comprar en la tienda de la esquina de mi casa. Mientra ella comía distraída, subí a tocar los timbres, a repetir “noínglis ai clíni”, a enjuagar los traperos de verdad, a barrer esquirlas de vasos rotos, a sacar pelucas enteras de los desagües, a reponer las baterías de los controles remotos que siempre se les enredan sin querer en el quipaje, a limpiar huellas de frentes grasosas en las ventanas, a ser una aseadora otro miércoles de mierda. Terminé un poco más temprano y la encontré barriga arriba  buscándole forma a las nubes y me la llevé al jardín trasero, donde una araucaria solitaria nos daba la ilusión de sombra. Después de corretearnos una media hora, ella a su ritmo, con su patita colgando como adorno navideño, nos recostamos en el pasto rugoso a disfrutar del olor a tierra mojada y no sabría decir si ella me acurrucó a mí o yo a ella. Ya eran las cinco y tenía que bajar pero el menú de sobras del día fue generoso con grasas saturadas y un banano que al menos podían darle una mínima sensación de saciedad. 


A pesar del dolor de pantorrillas, el camino se me hizo más corto y al llegar, ella saltó hacia mí sin vacilar y la escuché ladrar por primera vez. Parecía que ya me había dado un nombre y yo seguía sin encontrar el adecuado para ella. La dejé con la carita inclinada y unas cejas melancólicas en su frente, pero pareció entender que no me iba lejos. Bajé como a las tres de la tarde con mi ajuar de utensilios, dispuesta a darles una buena lavada, para después, lavarla a ella con un poquito de champú de los finos, de esos que dejan los turistas. A falta de dinero para un antipulgas, compré un peine antipiojos y me dediqué a acicalarla hasta que ya dieron las 5 y media. Vi a unos perros acercándose a nuestro éden por detrás de la araucaria, y en ese momento observé como la perrita se revolcaba en el pasto y levantaba su cola, luchando para mantener el equilibro, víctima de su instinto, exhibiéndose orgullosa a los visitantes. Esta criatura, para mí, un ser asexuado, estaba enviando señales a kilómetros a la redonda y una jauría se acercaba a paso tan lento y seguro como el de mi bicicleta, a empotrársele a los 30 centímetros de su existencia. No podía llevármela. ¿y esconderla cómo? menos ahora que sabía que ladraba. Si el casero se da cuenta, luego seríamos ella y yo en la calle. Busqué trapos con qué armarle un pantalón que le quedara apretado, pero cuando una pata no es una pata propiamente dicha, cualquier horma cede. No me parecía infalible pero con tantas capas de tela, sí era de difícil acceso. La entré en su caja al lobby del edificio pero al verme marcharme, empezó a ladrar como desquiciada y me di cuenta de que eso no iba a funcionar. Los gringos se quejarían y yo me quedaría sin trabajo, entonces la amarré a una viga lo mejor que pude, puse bultos de abono unos sobre otros como armándole un cambuche-armadura, me cercioré de que no pudiera salir  y, antes de irme, le pedí a los santos que no dejaran que la preñaran, que no le pasara lo mismo que a mí. 


No dormí bien pero confíe en la estupidez de los perros y el peso de los trapos. No podía irme temprano porque venían a hacer el censo y era mi única oportunidad de tener seguro médico. Ese día no había salidas ni entradas pero yo tenía que saber que todo estaba bien. Solo pude salir después de las dos, y a mitad de camino, la bicicleta empezó a adelantarse a los acontecimientos de ese día y decidió estancarse en el segundo cambio justo en el momento en que vi a un par de perros subiendo en mi dirección. Después de empujarla un buen tiempo logré ver el edificio a lo lejos, y todo se veía tan tranquilo, las flores tan naranjas y todo tan en su sitio, que estaba segura de poder seguir escondiéndola. ¿Cuánto duraba un celo? El olor a abono que empezó a envolverme me obligó a acelerar el paso y vi que del cambuche no quedaba nada más que plástico destrozado. Ella no estaba por ningún lado y yo, a diferencia de ellos, no podía olerla, entonces me concentré para escuchar ladridos a ver si lograba encontrar el lugar ceremonial de encuentro y empecé a subir a la zona de las casas de millonarios, a los perros de raza amarrados a sus casas que no fueron empaques de ventiladores, a las cocinas donde mujeres con moto no tienen que aguantar que sus caseros las morboseen.

Escuché un gemido tenue y varios ladridos que le siguieron como respuesta y llegué a una escena de aire denso, cargada del olor penetrante de al menos diez perros, algunos de pie, otros echados, probablemente por el cansancio de la espera o de la actividad física, todos mirando en direcciones opuestas, todos rodeando los harapos destrozados y sangrientos de una perra que yacía en el suelo con la lengua afuera, mientras un perro que bien podría ser una mezcla de Rottweiler y pastor alemán con orejas de cocker spaniel yacía detrás de ella, unido a ella por un pene hinchado que era del mismo tamaño de una de sus tres patitas blancas. Mi primer impulso fue separarlos, pero al acercarme, al menos cinco de los integrantes de esta manada me gruñeron al unísono, uno espumando rabia, y con esto recordé que yo ya había presenciado esto. Yo tenía siete años y mi padrastro me explicó que los perros tardaban en separarse, y que, aunque no pareciera, eso a las perras les gustaba, y que cuando yo fuera más  grande también me iba a gustar.  

No tuve otra opción que sentarme a esperar en medio de la conmoción y el asco, observándolos, odiándolos y preguntándome quién sería el siguiente en turno o quién se estaba preparando para repetir. La perra se veía exhausta y en mal estado, francamente mal. Pasaron unos treinta minutos y vi cómo el mastodonte intentaba zafarse.

Justo en el momento en que logró desprenderse,
una fuerza sobrenatural se apoderó de mí, recordándome
todas las veces que habría necesitado que me protegieran.

Me dispuse a morderlos a todos, así que agité brazos y piernas con todas mis fuerzas, grité y gruñí, y pateé al que se atrevió a acercarse. Luego, tomé a la perra en mis brazos y salí corriendo en busca de refugio en el lobby. De los rasguños y las mordeduras no me di cuenta sino hasta el día siguiente. 

Jadeantes y expectantes, los perros seguían percibiendo su olor desde el otro lado del vidrio, sin poder vernos pero como si nosotras fuéramos mercancías de una vitrina. Yo intentaba calmarme, la limpiaba, le daba agua, le abría los ojos, le movía la mandíbula para que mascara las galletas que le había traído. Le canté buenos días, sol, ya salió la luna, los pajaritos cantan y la vida es una un par de veces, pero ella no reaccionaba y ya se estaba poniendo oscuro. La envolví con todo el cuidado que sentía que el universo le debía en una toalla afelpada nueva que sabía que nunca iba a volver a ser blanca y calculé que para pagarla iba a tener que trabajar gratis dos días. Escuché, que más que exhalaciones, de ella salían silbidos intermitentes, como los de una olla a presión que está empezando a calentarse, entonces fui al desastre de jardín y agarré un rastrillo y mientras salí con ella en brazos, los aparté de nuestro camino, lastimando a algunos y deseando tener el poder de castrarlos a todos con mi mirada. Cuando ya los sentí lejos, corrí a la bicicleta y mientras la acomodaba en la canasta, observé la luz intermitente de los postes colocados más con imaginación que con simetría, que me mostraban que a esa hora, por más que me concentrara en el camino, ya no iba a poder ver los huecos que de día había aprendido a esquivar. Me encomendé a la virgen del Carmen, que se suponía era la protectora de los transportes y por ende habría también de amparar a las bicicletas destartaladas, que nos amparara y solo en ese momento me percaté de la presión de las lagañas en mis lacrimales y me di cuenta de cuánto había llorado. 

Faltando un kilómetro para llegar a la autopista, la bicicleta se me enredó con una rama y tanto la perra como yo salimos a volar como cohetes en fiesta patronal. Recobré la conciencia aunque una sensación de vértigo me envolvía y tuve que gatear mientras el mundo recobraba poco a poco su sentido. Salvo un par de luciérnagas extraviadas, todo estaba oscuro, los contornos del mundo se difuminaban y me costaba distinguir las siluetas a mi alrededor. Comencé a buscarla y a la esperanza de salvarla, pero mi fantasía de alegrarnos la vida entre baldes y restos de comida se desdibujó del todo cuando encontré la toalla, desprendiendo aún ese olor a nuevo, y a su lado, su cuerpito inmóvil, desvaneciéndose del que seguramente había sido el peor día de su corta vida. Cruzada de piernas en el pavimento, la traje hacia mí y por lo que pudieron haber sido horas, la mecí, y me recosté a su lado, las dos en posición fetal, como antes de que se me hubieran llevado a la bebé. Divisé a lo lejos un matorral de flor de cristo, repleto de florecitas rojas que combinaban con la sangre seca que le quedó gravada en la entrepierna. La llevé a un rincón de la carretera donde podría estar protegida, por si la lluvia decidía caer esa noche y la cubrí de flores, agradeciendo que ella y las hembras en su interior estuvieran muriéndose, para no tener que sufrir otra variación macabra de un destino como este. Le cerré los ojitos y le pedí que, junto con mi abuela, desde donde llegasen a estar, me protegieran y acompañaran a la niña y le di el nombre de Laica porque, como me habían dicho alguna vez, ninguna criatura debía morir sin haber recibido un nombre por el que se le recuerde.

 

 

Andrea Blanco es bogotana, tiene 37 años.
Es investigadora y profesora de francés y español.
En su escritura explora temas como la vulnerabilidad,
la resiliencia y la violencia patriarcal.
Actualmente vive en Berlín. 

 
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