Rodrigo Olavarría: “Traducir es una tarea humilde hecha por personas narcisas”

La carrera de Rodrigo Olavarría (1979) comenzó por
el final: traduciendo la obra más importante —Aullido
del principal poeta beat —Allen Ginsberg— para la
más prestigiosa editorial española —Anagrama.
Desde entonces, este puertomontino, que también escribe novelas y ensayos, se dedica a ser el médium entre las obras de Melville, Joyce y Dickinson, entre muchos otros, y nosotros, los hispanohablantes.

La idea, mientras toma un café antes de lanzar uno de sus trabajos en la Furia del Libro, es que nos revele cómo identificar una buena traducción de una mala. “Traducir es tomar decisiones”, dice. “Es elegir entre tres o cuatro opciones para resolver una oración de la forma más económica, hermosa o elegante posible”.     

Por Cristóbal Bley

No hay mejor lector que un traductor. ¿Estás de acuerdo con eso?

Es una apreciación bastante cierta. Tiene que ver con el nivel de apego y cercanía
al texto que debe desarrollar un buen traductor para hacer su trabajo. De todas formas, ser un buen lector no te hace buen traductor; un buen traductor tiene que ser, más que nada, un muy buen escritor. Porque tiene que inventar y reinventar palabras, oraciones o párrafos que no son transmisibles en el orden en que están expuestas en otra lengua. Aunque tú me preguntabas cómo identificar una buena traducción.

Pero dejemos esa respuesta para el final.

Bueno. Pero es cierto: para ser buen traductor es elemental ser un buen lector.
Todo depende, eso sí, de los contextos en los que se traducen y publican los libros, el momento de la historia en que se encuentren. Por lo mismo, los teóricos de la traducción plantean que una obra poderosa e importante debiera traducirse, óptimamente, cada 30 años.

Hay una frase no muy afortunada, tampoco recuerdo de quién, pues compara a las traducciones con las mujeres. Dice: "pueden ser fieles o hermosas, pero no ambas". Sacándole lo machista, ¿te parece cierta?

No, creo que pueden perfectamente ser ambas, aunque la misma idea de fidelidad en la traducción debe ser cuestionada. No creo en ella, porque es imposible. Voy a dar ejemplos de lo que sé. Hay un libro que traduje el 2012, La antología de Spoon River, de Edgar Lee Masters, de 1915. Tiene 250 poemas y ya existía en español: estaba publicado por Cátedra, una editorial española con vocación académica.
Pero estos poemas fueron escritos en un tono coloquial, pequeños monólogos
de personas que se supone hablan desde la tumba, todas en el cementerio de
un pequeño pueblo estadounidense. Cada verso está cargado de sentido, a veces de info dura, y los poemas, además, interactúan entre sí. Bueno, la traducción que hicieron en Cátedra no era bella pero sí súper fiel.

Ahí se cumplió el axioma.

Yo, en cambio, decidí eliminar cierta información que me pareció superflua. Para darle unidad al libro, opté por crear versos, a veces más breves, y luchar sílaba por sílaba para cortarlos lo más posible. Se perdió algo de fidelidad, se ganó algo en belleza. Al final, es una ecuación imposible de resolver. Cuando se habla del traductor como un traidor, traduttore-traditore, es la peor comparación.

En el museo de literatura irlandesa de Dublín hay una gran sección dedicada
a James Joyce. Del Ulises se exhiben casi todas las traducciones existentes
y ponen, una al lado de la otra, distintas versiones en el mismo idioma. Ahí se ve que dos ediciones en español, por ejemplo, son tan diferentes como las del chino y el finlandés. O sea, que cada libro nace de nuevo en cada traducción.

El caso de Joyce es súper contrastante. Yo me gané una beca para ir a traducir a Zúrich, a la Fundación Joyce, el Retrato del artista adolescente, un libro que ya terminé pero no he querido publicar, porque insisto en revisarlo y no tengo tiempo. El asunto es que en la fundación hay una biblioteca con todas las traducciones de libros de Joyce, y son enormemente distintas, con miles de problemas que resolver. Y esos problemas en Joyce van aumentando exponencialmente según avanza su obra. Las traducciones de Dublineses se parecen más entre sí; luego, se parecen menos las del Retrato; las del Ulises no se parecen en nada; y Finnegans Wake ya son cualquier locura. De hecho, un día un amigo tomó en una librería una traducción argentina de Finnegans, la abrió, y en medio del caos, del río de palabras, decía "gato macri". Seguro se refería a un equivalente a Macri de la época, y este traductor dijo, ya que estamos acá, démosle.

Tu primera traducción la hiciste siendo universitario, antes de tener cualquier formación al respecto.

Esa es una historia de pasión, con todo un arco. Cuando empecé a traducir Aullido, fue concebido como un homenaje a Ginsberg, porque entonces lo admiraba ciegamente. Tenía 20 años y lo amaba profundamente. A los 22 ya estaba en otra,
la traducción estaba hecha y se publicó en una revista universitaria. Me pidieron que tradujera el libro completo, lo hice, pero en ese momento yo ya me sentía distante, con la sensación de que ya había superado esa etapa infantil de lectura. Pero diez años después, cuando traduje Kaddish, viví un reenamoramiento. Ahí pensé qué tonto, por qué renegué de esto. Eso pasa con algunos autores, como Cortázar, que en un momento uno siente que ya fue, que lo superaste, como un amor adolescente, pero después, aunque uno reconoce ese elemento púber, se rescata el amor que existía por esas obras. Ahora, que salió la serie de Cien años de soledad, harta gente ha salido del clóset de su amor por García Márquez.

¿Qué es lo más bonito de leer para traducir?

Se produce un efecto que es fascinante. Si el escritor es bueno, como Cookie Mueller, Herman Melville, Ginsberg o muchos otros, aparece un placer que solo emerge en ese momento. Tienes el texto en inglés por un lado, tu cuerpo está suficientemente cargado de cafeína y de energía, la mente despejada, no hay cañas recientes ni obligaciones urgentes, estás traduciendo y de pronto aparece una voz clarísima, que te está dictando, y con la que haces tres páginas sin darte ni cuenta. Esos momentos de lectura son alucinantes. Hay días en los que traduzco mil palabras y se sienten como chamba. Pero otros días son tres mil palabras y fluyen de manera muy agradable, casi sin esfuerzo. A veces, como con lo último que hice sobre Cookie Mueller para España, fue una orgía: me cagué de risa leyendo y traduciendo.

¿Cómo te llevas con las notas de la traducción, las famosas N. del T.?

Las notas al pie me resultan muy problemáticas. Para mí son como lomos de toro.
Yo no manejo, pero como pasajero las conozco. Vas fluidamente navegando en la lectura, que es como el vuelo de un pájaro, y de repente algo te obliga a posarte un segundo, retomar el aliento, comprender algo y volver a despegar. A menos que sea un texto académico, son un problema. Estoy en contra de ellas y de todas las intervenciones. Es también parte de lo que me jode cuando aparecen localismos demasiado acentuados en las traducciones, que te detienen y te sacan. Me niego a responder a la hiper hispanidad de una traducción con una hiper chilenidad. Hace tiempo había un blog, no sé de quién, que se llamaba “Culiando con Bukowski”. Eran textos y poemas de Bukowski traducidos al chileno. Hablaba del pico, la guachita, el poto, etcétera. Y no sé, creo que tampoco se transmitía bien la poesía de Bukowski de esa forma. Lo que más cobraba importancia era el ejercicio lingüístico de probar que se podía hacer una traducción de esa forma, pero no era un gran resultado.
Ese era el problema.

Lo que ocurre en ciertas traducciones argentinas o españolas de mediados
del siglo pasado.

Claro, los argentinos tuvieron su propio impulso hiper porteño en su momento. De hecho, la primera traducción al español del Ulises es argentina, creo que del año 45. Hay ahí una frase donde Joyce, en inglés, escribe algo así como "Molly, put on the kettle". Y la traducción dice: "Maruja, poné la pava". Llega a ser chistoso y uno puede perdonarlo, pero efectivamente te saca mucho. También está la traducción de El Hobbit, la primera en español de una obra de Tolkien, que salió por la editorial argentina Los libros del mirasol en los sesentas. Eso sí, se llamaba El hobito y es divertidísima. Tuvo una sola edición, fue un fracaso editorial pero hoy es de culto. También está el problema de traducir dialectos locales o raciales. Como la novela de Marlon James, A Brief History of Seven Killings, sobre el intento de asesinato a Bob Marley. Está situada en Jamaica y sus personajes son jamaiquinos de todas las clases sociales, además de agentes de la CIA y personajes gringos y británicos. Traducir eso debe ser un infierno. ¿Cómo evitar ser racista? Es caminar en un campo minado de dificultades culturales y lingüísticas, con el riesgo de insultar a toda una cultura solo por tratar de interpretar lo que dicen.

Eso me obliga a preguntarte por el caso, que me imagino conociste, de la poeta afroamericana Amanda Gorman, que iba a ser traducida al holandés por una persona blanca. Acusaron a la editorial de apropiación y colonialismo cultural y tuvieron que cambiar de traductor. ¿Qué te parece esa polémica?

Si vamos a empezar a hacer selecciones de los traductores según raza o sexo, jódanse. No tiene ningún sentido. La experiencia de una persona negra estadounidense a la de una persona negra de los Países Bajos no tienen nada que ver. Por supuesto han vivido el racismo, pero el nivel de violencia, privilegios, segregación o riesgos que corren, como por ejemplo a ser golpeado o asesinado por la policía, carecen de cualquier tipo de cercanía. Es absurdo. Onda, ¿Anne Carson tendría que ser una vieja griega del siglo V —que casi lo es— para traducir a Safo? No. Imposible. Por sobre todo hay que priorizar el texto, no las ideas detrás de ellos. Eso es lo que se traduce: la escritura, no la ideología, la biografía ni las sensibilidades del autor o autora.

Volvamos a la pregunta inicial. ¿Cómo se identifica una buena traducción
de una que no lo es?

No creo que haya una forma... o sea, por supuesto que la hay. La forma prescriptibista, que puede ser la más tradicional, y que es la que te puede sacar un crítico en una revista: "el traductor se equivoca en la página 25, donde dice una cosa pero debería decir otra". Todos los traductores cometemos ese tipo de errores, hay expresiones que se nos pueden pasar. Pero eso no me importa tanto, a menos que fueran muchos y muy repetidos, o debes detenerte y devolverte para entender lo que estás leyendo. La lectura debería ser fluida. Me gusta pensar que un traductor debe perseguir la idea a la que se refiere Flaubert cuando habla de su propia escritura: "el autor debe estar en el libro como Dios en la naturaleza: invisible pero en todas partes". El traductor tiene que ser igual. Estar en todas las decisiones pero jamás mostrar su cara de sabiondo diciendo acá estoy yo. La pedantería del traductor puede llevarse toda la importancia de un párrafo que originalmente era hermoso. Esta es una tarea humilde hecha por personas narcisas.

La inteligencia artificial cada vez se consolida más como herramienta de traducción. ¿Corre peligro tu trabajo?

No, porque la traducción literaria no tiene solo que ver con el texto y las palabras crudas. Lo literario de la literatura es algo que la IA no va a comprender nunca, así como nunca podrá hacer chistes realmente buenos, contingentes, que te sorprendan. No lo veo como una amenaza para la traducción. Pero ayer en la noche estaba con unos amigos, entre ellos una alemana, y leíamos un texto en español. Ella me pidió, Rodri, tradúcemelo al inglés. Me puse a leérselo, pausadamente, pero en paralelo una persona puso el traductor de Google y, para lo que yo estaba traduciendo, la IA ofrecía muy buenas y diferentes alternativas. Como traductor y editor de traducciones pensé: no estás tan mal, Google. Eso me dio rabia, no se lo dije a nadie, pero la sentí muy hondo.

Lo que me asusta de la IA es la homogeneidad que puede provocar:
que todo se vea igual.

Pero esa homogeneidad ya existe. Si leemos los libros chilenos de los últimos
años, hay pocas personas que uno pueda catalogar como voces particularmente interesantes en su uso del lenguaje. Estamos en la homogeneidad. Lo mismo pasa con la literatura estadounidense. Casi todos los escritores y escritoras importantes de los últimos años surgen de programas de escritura creativa, cuya tesis es su primer libro publicado, luego estudian un magíster, se pasean por residencias alrededor del mundo, sacan un segundo libro... hay una estructura muy homogénea en cómo se desarrollan esas carreras y los libros también se parecen bastante
entre sí.


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