Por qué cada vez leemos menos
Conozco mucha gente que ya no lee libros. “No puedo leer”, me han dicho personas o amigos que hice leyendo, unidos entonces, hace quince o veinte años, por el fervor a Kerouac, a Cortázar o en realidad a la idea, más allá del autor, de descifrar el mundo y la experiencia a través de las palabras. Ahora, tanto tiempo y tecnología después, las páginas se les volvieron un camino rocoso, una bicicleta que olvidaron cómo pedalear.
La pérdida del hábito no es tan triste como su añoranza: nadie, que yo sepa, se alegra por haber dejado de leer. Algunos lo intentan, otros se rindieron, pero todos echan de menos los libros y, supongo, también eso que solo en ellos encontraban. Los extrañan como a un familiar muerto, el fantasma de un tío desinteresado y bonachón, alguien que legó buenos momentos y varias enseñanzas pero cuyo recuerdo solo puede desvanecerse.
¿Pero por qué se abandona algo que se aprecia? Las justificaciones se repiten: falta de tiempo, exceso de trabajo, disminución de energía, aumento de preocupaciones. La vida adulta parece un atentado contra la lectura, tan agotadora que incluso en los fugaces instantes de calma, esos raros espacios quietos en los que por fin es posible enfrentarse a un libro, la cabeza, borracha de cortisol, adicta a las urgencias, es incapaz de concentrarse en más de cinco frases, ocho párrafos, tres páginas.
Leer, da la sensación, se entienda más como una inversión que una evasión, un esfuerzo en vez de un descanso, una actividad que, a pesar de no exigir más acción que seguir con la mirada unas letras y de vez en cuando dar vuelta una página, sí es más activa que su principal depredador: el teléfono móvil.
Se dan muchas excusas por dejar de leer, pero la más importante es también la que más cuesta reconocer. El smartphone, hoy acusado de tantos males, lo es además de reducir la lectura literaria. Casi nadie lo admite, a lo mejor resulta vergonzoso aceptarlo, pero la mayoría cambió las novelas por los reels o prefiere entregarse a la comodidad del algoritmo que a la incertidumbre de unos cuentos.
No hay datos concretos para demostrarlo, pero tampoco es complicado deducirlo: en Estados Unidos, la lectura de libros de ficción ha disminuido un 17 por ciento en los últimos diez años, y menos de la mitad de los adultos dice haber leído un libro —uno solo— en los doce meses anteriores. Lo mismo ocurre en México —desde 2016 la lectura ha caído un 12,3 por ciento entre los jóvenes— y algo menos en España, donde sí crece el número de personas que dice no leer nunca. “Si juntamos todos los motivos”, dijo Oscar Chicharro, responsable del estudio español, “la mayoría de los que prefieren otro tipo de entretenimiento (en vez de la lectura) es porque prefieren ver pantallas”.
Pero no cualquier pantalla. Según un estudio reciente realizado en 45 países, el promedio diario de tiempo que una persona pasa mirando su celular es de seis horas con 37 minutos. Más de un cuarto del día, la mitad de la mitad de nuestra vida, casi lo mismo que le dedicamos al sueño o a una jornada de estudios. En su inclemente aventura por secuestrar nuestra atención, una de las primeras víctimas de las redes sociales y plataformas ha sido la lectura, especialmente la de libros.
Las mayores afectadas, eso sí, no son personas como mis amigos, gente que al menos tuvo la suerte —o desgracia— de atravesar su juventud con la nariz entre los libros, de conocer la sensación, hermosa y desoladora, de voltear una última página, cerrar la contratapa y buscar en el techo, el cielo o la pared una palabra, una imagen que condensara la milagrosa tragedia que acababa de ocurrir: terminar un libro. Ellos, esta gente, si saben apagar su celular o dejarlo en otra pieza, siempre tendrán la posibilidad de volver.
En realidad, quienes hoy más se pierden de esta experiencia son justamente aquellas que no la han vivido: los niños y adolescentes. Un reportaje de la revista The Atlantic contó cómo, en distintas universidades estadounidenses, muchas de ellas de élite, los estudiantes de literatura o humanidades no están siendo capaces de leer todos los libros del programa académico. En Columbia, una alumna le confesó a su profesor que en en el colegio jamás le habían exigido leer un libro completo y que las pruebas de lectura eran a partir de extractos, resúmenes o capítulos.
“No es que las y los estudiantes no quieran leer”, explicó el profesor.
“Es que no saben cómo, pues los colegios han dejado de pedírselo”.
Las escuelas, a su vez, ya no promueven la lectura de libros porque ven
que a las niñas y niños les cuesta más lidiar con los textos largos.
Una encuesta preguntó, a profesores estadounidenses entre tercero y octavo básico, cuánto había cambiado la capacidad para sostener la lectura de sus alumnos en los últimos cinco años. El 53 por ciento respondió que había disminuido mucho. “Leer es un ejercicio de atención”, dice un académico en el estudio. “Y la atención está cada vez más fragmentada”.
Mientras una niña, el año pasado, se graduó de un colegio sin saber leer ni escribir, una madre tuvo que pagarle 100 dólares a su hija para que leyera un libro. La lectura, a pesar de que se promueve y fomenta, al mismo tiempo se vuelve obsoleta, prescindible, un capricho extravagante, el tiempo que ChatGPT te puede ahorrar con el prompt apropiado.
Siendo así, dejar de leer quizá sea lo correcto. La lectura de libros, al igual que mandarse cartas o viajar en barco, dejó de ser la manera más eficiente de lograr un objetivo, que en este caso no sé muy bien cuál es. ¿Para qué insistimos en leer? ¿Qué buscamos en las letras impresas, una detrás de la otra, que no podemos encontrar en un TikTok de dos minutos o en carruseles de Instagram? Aunque no tengo una causa, yo pretendo resistir.
Cristóbal Bley (Santiago, 1986) es periodista y ha escrito en medios como PANIKO.cl, Revista Viernes, La Tercera y Revista Santiago. Vive en Recreo, Viña del Mar.