Marisol García: “No creo que las letras del trap califiquen realmente como una obra creativa”
“A veces me pregunto qué me gusta más: si la música o leer sobre ella”, duda Marisol García (1973), la periodista especializada más prolífica, persistente
y versátil de nuestro tiempo.
Autora de cinco libros, editora de otros cuantos, columnista, investigadora y consultora musical, cada año trabaja también en el festival In-Edit, enfocado en los documentales de música, y desde 2006 coedita MúsicaPopular.cl, la única enciclopedia de su tipo en Chile.
Desde su adolescencia, la pasión por la música se confunde con el apetito por leerla, una obsesión que transformó en profesión y que ha mantenido vigente a pesar de la debacle de la prensa escrita. El panorama parece desalentador, desaparece la crítica, casi no hay espacio para la crónica y las letras actuales tampoco encandilan, pero García resiste: “siempre supe que intentar escribir solo de música sería una apuesta. Seguiré mientras se pueda”.
Por Cristóbal Bley
¿Con qué tipo de material sentiste por primera vez que existía una conexión muy directa entre leer y escuchar?
Las revistas en inglés, esos semanarios británicos que íbamos a buscar algunos amigos al Instituto Chileno Británico, en Santa Lucía. Ahí llegaba el Melody Maker y el New Musical Express (NME). Éramos pocos los que íbamos a pedirlas y a buscarlos a la biblioteca. Y sentíamos auténtico odio cuando notábamos que el especial de fin de año, un corcheteado central que enlistaba a los mejores discos de la temporada, había sido robado por el primero que lo leyó.
¿Hubo alguna banda, que luego resultara muy importante en tu vida, a la que hayas descubierto principalmente por esas lecturas?
La banda más importante de mi adolescencia fueron los Smiths. Y te puedo dar un nombre de cómo llegué a ellos: Carlos Fonseca y su columna en la revista Mundo, que era muy importante en los ochenta. Ese espacio era una síntesis bien pensada sobre qué bandas abordar. Ahí Fonseca escribió sobre los Smiths, pero también sobre muchas bandas new wave o argentinas. Pero luego pasabas a leer las letras de sus canciones y entonces ocurría el impacto de descubrir que la canción pop puede ser un potente vehículo de reflexión. Que en las letras del pop hay ideas, manifiestos y críticas, algo que ahora tengo completamente asimilado pero que lo supe por primera vez con los Smiths.
Palabra y sonido, entonces, te resultan inseparables.
Mi interés por la música y por las canciones es indisociable del interés que tengo por lo que esas canciones dicen, lo que esas canciones cuentan, cómo usan las palabras. Mucha gente, cuando le preguntan qué música les gusta, busca géneros como respuesta: me gusta el rock, me gusta la electrónica. A mí me basta con decir que me gustan las canciones. Hay muchas otras piezas de música que no lo son, pero a mí lo que me cautiva es el formato, la síntesis, el desafío poético de la canción. Y soy una convencida, además, de que la canción es eterna, de que van a entrar en crisis las novelas, las películas, los videojuegos, pero dudo que las buenas canciones mueran.
¿Qué te parecen las letras de la llamada música urbana, especialmente del trap?
Hace poco entrevisté a Jimmy Fernández (La Pozze Latina), y me dijo algo que me pareció sensato: que en Chile se ha conseguido hacer una distinción entre el hip-hop y las nuevas propuestas de lo que hoy se llama "música urbana", pues del primero se espera contenido; tiene mensaje, tiene una autoría. Del hip-hop chileno podemos esperar sustancia, y está bien que esa vara de medida se mantenga, creo. En la canción popular, cualquiera sea el género, se me hace inevitable buscar una cierta elaboración autoral que las haga distintivas. Es ese uno de los rasgos que más me gusta de la canción como artefacto creativo. Pero, en general, lo que más se difunde del trap chileno son piezas de muy malas letras, de versos rimados sin ingenio, de textos que a veces llegan a molestar de lo flojos y oportunistas que son. Por cierto, es algo que también me molesta en cualquier canción majadera, lo que con frecuencia sucede con las baladas hechas como en serie, o con los clichés del rocanrol y de la cumbia, por ejemplo. No me interesa la música que sale a circular como quien hace una apuesta para ver si funciona o no. No es un desprecio al género ni a quienes lo hacen, pero en el trap no me detengo demasiado ni necesito hacerlo, más allá de lo impresionante que puede ser asomarse a las cifras que lo rodean. Evidentemente hay fenómenos de cruce de técnicas, de ritmos, de armonías, que son interesantes y que han producido mezclas que, como a todos a quienes nos gusta el pop, me parecen valiosas, como C. Tangana u otros nombres que han hecho cruces creativos con la estética urbana, desde su carga callejera, popular, fuera de solemnidades y modas. Pero supongo que tu pregunta va más por Cris MJ y los fenómenos que ahora la rompen, con canciones que cuesta distinguir unas de otras. No creo que ahí las letras califiquen realmente como una obra creativa. Y no tengo problemas en decirlo.
Que el periodismo musical esté en extinción, y que por lo tanto la gente tenga menos acceso a leer sobre música, ¿cómo puede afectar nuestra relación con las canciones? ¿Se altera la manera en que nos vinculamos a la música si es que desaparece este material que nos ayudaba a profundizar en ella o a entenderla mejor?
Creo que se habla poco de los cambios de hábito, que al final es lo que más determina nuestro trabajo. Que ya no podamos escribir largos reportajes sobre una banda no tiene que ver tanto con que no estén los medios, como revistas o suplementos, sino principalmente con que no hay lectores dispuestos a leer una larga crónica sobre un artista que les gusta, tal como lo hacía yo. Si me gustaban los Pixies, quería leer todo lo que pudiera sobre ellos. Ese cambio es algo que los periodistas tenemos que asumir y dejar de quejarnos, pues no podemos hacer nada contra eso. Al contrario, debemos buscar desde dónde seguir ejerciendo, usando el tipo de herramientas con las cuales somos buenos, principalmente la posibilidad de ver lecturas y contenido profundo en lo que la mayoría considera superficial, como es el caso del pop o la canción romántica, que son cosas en las que yo he trabajado.
Hasta hace unas décadas, poseer música —un disco, un casete— incluía acceder a la carátula con las letras, donde uno podía leerlas con más profundidad. ¿Puede afectar esa ausencia física en la manera en que nos relacionamos con la parte más lírica de las canciones?
No tengo ninguna duda de que efectivamente entender y llegar a las letras te ayuda a captar mejor lo que estás escuchando. Pero por otro lado, siempre me ha parecido un poco ridícula la gente que gasta mucha plata en libros de letras. Ese típico libro de tapa dura de Dylan, que es recaro, o de Paul McCartney. No puedo entender por qué alguien se lo quisiera comprar. Son artistas que nos gustan porque los podemos escuchar, como a Leonard Cohen, y me encantan las letras de música, a las que les otorgo una enorme importancia. Pero me gusta escucharlas cantadas, de eso se trata. Y creo que cuando hay músicos que tienen mejores letras que música, todo empieza a chirriarme. Pienso en alguien como Joaquín Sabina: probablemente un buen letrista, pero ni siquiera quiero darle la oportunidad, porque me aburre como músico.
¿Qué libros sobre música, o relacionados a ella, te han marcado especialmente?
Es que son tantos. En el género de la biografía, para mí Peter Guralnik hizo una cumbre con su libro sobre Elvis Presley (Último tren a Memphis). Él fue realmente capaz de humanizar a un ícono del cual, por lo tan importante que fue, es muy fácil olvidar sus rasgos humanos. En ensayo, me gustaría repetir mi gusto por lo que hace el español Ramón Andrés. Desde la erudición, desde la filosofía, desde su profundo conocimiento de la poesía y de las ideas de las culturas clásicas, es un hombre capaz de hacerte pensar sobre cuánto ha influido la escucha o los fenómenos de la creación musical en las sociedades a lo largo de la historia. Y cuánto nos puede elevar la buena música y aportar a nuestra humanidad.
También hay mucha literatura vivencial, de músicos que narran muy bien sus propias historias.
Ahí me gustó mucho el libro que publicó el año pasado Rocío Venegas sobre la música electrónica chilena: Sampler: techno en el confín del mundo. Ella es una chilena que hace mucho tiempo no vive acá pero acompañó la organización de las fiestas más relevantes de Chile de los noventas, como las Barracuda y las muchas raves que se hicieron entonces. En el libro habla de las dinámicas de trabajo, de amistad, de experimentación, de drogas y de desafíos creativos que existía entre ella y su grupo de amigos. El techno fue un mundo que yo no viví desde dentro, pero Venegas lo cuenta de una manera muy franca y que me resultó súper atractivo de conocer y de leer. Si lo pensamos, la música interesante se va forjando mucho más en las pequeñas anécdotas que en los grandes hitos. También hay antibiografías musicales. Siempre recomiendo mucho un libro breve que se llama Nico: las canciones que nunca ponen en la radio, el recuerdo que hace James Young, tecladista de Nico en su peor momento, de cuando tocaba en pequeñas ciudades de Europa del Este, en pubs donde no llegaban más de cien personas, mucho después de los Velvet Underground y un poquito antes de su muerte, cuando su vida la orientaba el próximo chute de heroína. Es un libro muy certero en revelar cómo la rutina del oficio musical, al menos en el rock, se compone mucho más por tiempos muertos que por momentos de gloria o de aplauso. Ese relato sombrío pero muy sincero, aplicado a una vida tan triste como la que terminó siendo la de Nico, me encanta. En general yo sospecho de los relatos épicos. Por eso me cargan las biopics musicales. Tienen este arco narrativo bien predecible, que es casi siempre partir desde abajo y luego subir, una falacia de que la vida sería como un ascenso donde todos tus talentos se verán premiados por el éxito. La vida no es así, ni siquiera en el arte.
¿Y algo más reciente?
El amor por el pop de Bob Stanley me cautiva. Me encantó cuando en Yeah! Yeah! Yeah! se atrevió a decir que, para el Nueva York del pospunk, Blondie fue más importante que Patti Smith. En general, me gusta que los cronistas musicales disfruten lo que escuchan, sin sobreintelectualizarlo. Tengo gran admiración por Ted Gioia, quien con sus libros y newsletters, imprescindibles para mí, solo me deja perpleja sobre cómo lo hace para escribir con tanta frecuencia y un punto de vista siempre distintivo. Otro libro chileno que me gustó mucho, aunque más inclasificable, es el cruce entre música y filosofía de Valles sonoros, de Diego Alfaro Palma.