Los libros y el legítimo derecho a la felicidad
Ha sido un debate recurrente en los espacios académicos y de grupos internacionalistas: ¿el derecho a la felicidad puede ser incorporado a los derechos humanos? Por distintos motivos hay quienes dicen que no y otros que sí. Pero, más allá de los tecnicismos que supone incorporar un nuevo derecho
’a los tratados internacionales (y, por ende, a los compromisos de los Estados), pareciera haber un consenso: sí, los seres humanos merecemos ser felices.
Es algo innato. Lo merecemos y necesitamos eso, incluso cuando la vida pareciera dificultar esa meta, cuando nos damos cuenta de que nuestros papás y mamás no son superhéroes, cuando sufrimos rupturas amorosas, los desencantos políticos e ideológicos, los desencuentros con los amigos fieles, las frustraciones laborales, las peleas diarias, la consciencia del cuerpo y sus defectos. Cada suceso va quitando capas de felicidad. Pero esta no puede extinguirse. Y la literatura tiene un lugar fundamental en esa lucha.
En su ensayo “Sobre los cuentos de hadas”, J.R.R. Tolkien afirma que todos los niños y niñas tienen derecho a que la literatura colme sus anhelos de felicidad que la vida muchas veces no proporciona. Por eso, defiende los términos “literatura de evasión” y de “consuelo” para imaginar universos ideales con finales felices.
Para garantizar la felicidad, Tolkien proponía incluso la resolución literaria de la “eucatástrofe”, un giro inesperado que arregla todos los problemas y deshace todos los nudos de la trama en el último minuto, como en su célebre “El señor de los anillos”. La eucatástrofe, la “más elevada misión” de los cuentos de hadas y de la fantasía, emerge como lo contrario a la catástrofe de la tragedia griega, cuyo fin era la purgación de las pasiones con un final devastador. La eucatástrofe aporta el consuelo legítimo que todos los niños y niñas necesitan, porque “la felicidad, lo mismo que la tristeza, son afiladas como espadas” y porque el gozo “es tan penetrante como el sufrimiento mismo”.
Ya no soy niña, pero si me detengo a pensar en lo que me hace feliz,
un buen libro siempre está ahí, junto con un momento con mi familia,
un logro laboral o los pequeños detalles diarios.
Incluso las obras desgarradoras, como “El invencible verano de Liliana”, de Cristina Rivera Garza, o el ya best seller “Tan poca vida”, de Hanya Yanagihara, me traen felicidad a través de su belleza. Como decía el compositor brasileño Tom Jobim, “la felicidad es como una gota de rocío sobre el pétalo de una flor”. Porque la felicidad puede ser, también, triste, pasajera. O un solo recordatorio de que somos humanos.
Y si la felicidad que trae un libro es efímera,
pues que venga otro. Y otro más.
Que nos inundemos de historias, que nos deslumbremos con los personajes, que nos hagan reír a carcajadas, que nos hagan llorar o reflexionar. Que cada libro nos traiga un pedacito de felicidad, con o sin eucatástrofes.
Me permito corregirle un poquito a Tolkien: no es solo la fantasía el país natural de todos los niños y niñas, su patrimonio y su pequeña felicidad. Más bien todos los libros deberían ser eso, estemos o no en la infancia.
Amanda Marton Ramaciotti (São Paulo, 1993). Periodista
y profesora universitaria. Jefa de redacción de la revista Anfibia Chile. Autora del libro “No quería parecerme a ti - vivir con una madre con esquizofrenia”.