Leerle a mis hijos no sirvió para convertirlos en lectores

 

Tengo dos hijos, hoy altos y hediondos, pero cada noche, cuando aún
eran pequeños y fragantes, solía leerles un cuento al momento de acostarse. Después de lavarles los dientes y ayudarlos con el pijama, acomodábamos
bien los cojines, elegíamos los peluches que nos acompañarían en la lectura y abríamos un libro ilustrado —de Oliver Jeffers, Micaela Chirif u Oscar Wilde— con el que daríamos por cerrado el día. 

Dicho así suena muy tierno, pero para mí solo tenía una función utilitaria: echarme con ellos en la cama, mientras con voces ridículas leía por vigesimoctava vez las páginas de un cuento que ya nos sabíamos de memoria, era la manera más eficiente de conseguir que se durmieran. 

No sabía entonces de los beneficios cognitivos de leerle a los niños, tampoco de los lazos que se consolidaban al hacerlo ni menos de las virtudes que a futuro podían germinar. Yo solo estaba cansado y quería que se quedaran dormidos lo antes posible. 

Con el tiempo, eso sí, comprobé que esa rutina, que tantas noches me resultaba agotadora —no siempre era fácil llegar a hablar y leer tras todo un día hablando y leyendo en la oficina—, tenía otras consecuencias aparte de facilitar el sueño. Las palabras, por ejemplo, comenzaron a salir con mayor fluidez y variedad de sus bocas, y de pronto, antes que muchos de sus compañeros del jardín, fueron capaces de leerlas por su cuenta.

Luego supe lo que se sabe: que cuando entran a kínder,
los niños a quienes les leen diariamente han estado expuestos a casi
300 mil palabras más que los niños a los que no. Una cifra, si es que la
lectura es más extensa e intensa, capaz de ascender hasta el millón.

Leerle a mis hijos, en el lenguaje de administración y negocios que hoy domina a la crianza, significó algo así como una inversión a largo plazo, de bajo riesgo y alta ganancia, pues según prometen los marketeros de la lectura, los cuentos nocturnos no solo incrementan el vocabulario sino que además fortalecen la concentración, estimulan la imaginación y, eventualmente, mejoran su rendimiento académico. Si no consigue entrar a medicina a los dieciocho, que no sea porque no le leíste suficientes cuentos cuando tenía tres.

Por supuesto, tampoco faltan los argumentos científicos. Un estudio de 2021, realizado a niños y niñas hospitalizadas en España, encontró que contar cuentos o historias “aumenta la oxitocina y las emociones positivas”, al tiempo que les “disminuye el cortisol y el dolor”.

En la persecución del inconquistable bienestar infantil,
la lectura sería una actividad de cabecera.  

Mis objetivos eran mucho más modestos. Aparte de dejarlos inconscientes en sus camas, que era la motivación principal, al leerles también buscaba un par de efectos secundarios. Uno: sembrarles la semilla de la lectura, contagiarles el virus de los libros —más que por su bien, para sentirme acompañado en el vicio—; y dos: cultivar cierta complicidad con ellos, encontrar palabras, códigos y rituales que solo podrían aparecer ahí, apretujados sobre la almohada, y que me servirían para llenar en algo el vacío recipiente de la figura paterna. 

Como no tengo imaginación, para lograrlo dependía dramáticamente de los libros. Sin el superzorro, el niño comelibros, los rectángulos rojos que peleaban contra los lagartos verdes, el gigante egoísta o la familia que cazaba un oso, no habría tenido qué contarles para amortiguar el espanto de irse a dormir. Carezco de historias y, peor aún, también de la capacidad para narrarlas. Solo fui capaz de esconder mi inutilidad biológica —no los gesté, no los parí, tampoco los amamanté— y mi ineptitud simbólica gracias a los benditos cuentos.

Excepto una vez. Un fin de semana viajamos a alguna parte y olvidé meter uno de sus libros en la mochila. Las noches en casas ajenas son más oscuras, sus ruidos más tenebrosos; la presencia del cuento nunca había sido más crítica pero ahí solo estaba yo y mi falta de creatividad. Intenté tapar su ausencia con un par de canciones y la observación del techo, pero soy muy desafinado y en la pintura no había más que una deslucida mancha, demasiado chica como para darle personalidad. Era el momento de hacer magia pero yo no tenía más trucos: ansioso como un humorista al que se le acaban los chistes, mi inquietud solo hizo más visible que algo faltaba y mi hijo no tardó en preguntarme papá, ¿leemos un cuento? 

—No trajimos ningún libro—, le respondí. 

—Pero inventa uno entonces.

El bloqueo mental fue inmediato. Mi cabeza, como infestada por un pus sicológico, se cubrió por dentro de una espesa pasta gris que bloqueaba cualquier brote de inspiración. Tantos libros leídos para nada, pensé, tantas historias consumidas que, ahora me daba cuenta, solo tapaban mi pobreza de ingenio. En situaciones tan nimias como esta es cuando el personaje paterno, construido día a día con actos valientes, oportunos y ocurrentes, puede quedar súbitamente desenmascarado y, al igual que un villano de Scooby Doo, revelar que detrás de esa máscara viril hay un hombre.

Algo supe inventar, supongo, ya no lo recuerdo bien. Y tampoco importa mucho, porque las noches de leerles cuentos acabaron hace tiempo y no sé si produjeron los beneficios que tanto prometen en internet. Hoy, ninguno de los dos lee libros por su cuenta ni tienen cara de ser potenciales lectores. La concentración no está entre sus virtudes y no creo que sean más empáticos o creativos que el promedio de los niños, pero leerles antes de dormir, noche tras noche tras noche, fue mucho mejor que no haberlo hecho. No por las supuestas utilidades para el desarrollo de mis hijos, que aún no las veo, sino porque esas horas las pasamos juntos, mirando un mismo papel, y mientras ellos se hacían un poco más grandes, aprendiendo palabras y cosas nuevas, yo me hacía un poco más chico, dejándome sorprender otra vez ante lo sencillo. Un poco más chico y harto mejor. 

 

 

Cristóbal Bley (Santiago, 1986) es periodista y ha escrito en medios como PANIKO.cl, Revista Viernes, La Tercera y Revista Santiago. Vive en Recreo, Viña del Mar.

 
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