Leer: ¿un gusto o una necesidad?
¿Te gusta leer?, me preguntó alguien el otro día, tal como me lo han preguntado tantas otras veces, en tantos otros días. Contesté que sí, pero de inmediato sospeché de esa respuesta —¿es leer un gusto?— para luego arrepentirme completamente de ella. No porque fuera falsa —si no me gustara leer, si me disgustara, hoy mismo lo dejaría— sino porque la sentí incompleta, incluso deshonesta: no abro un libro como destapo una cerveza o juego ping pong, y aunque es evidente que disfruto la lectura, el disfrute no es lo que persigo en ella.
Digo: me gusta leer pero leer no es un gusto; es una necesidad. Con esto no me quiero autodiagnosticar de bibliófilo, bibliómano ni bibliópata, pues no creo leer mucho más que cualquier persona que lee —algunas páginas antes de caer dormido, otras en el metro, unas más cuando me siento a comer solo—, pero si no leo, si no hay un libro abierto en mi rutina, algo en mí se detiene, lo siento crujir, es una rueda interior que se frena o quizá solo sea la insoportable incomodidad de enfrentarme a mis propios pensamientos.
Viví convencido, y con mucho orgullo, de que leía para saciar mi curiosidad sin fondo, una supuesta e incansable compulsión por jamás dejar de saber. En realidad, como me doy cuenta ahora, he utilizado los libros para eludir el verdadero conocimiento, ese que solo se da al enfrentarse a uno mismo, sin ficciones que nos consuelen ni historias que nos distraigan.
Leo y olvido se llama un libro de columnas de Andrea Palet, frase que podría ser mi epitafio (o, para no ser tan dramáticos, mi bio de Twitter (si tuviera Twitter (que ahora tiene el triste nombre de X)). De casi todos los libros que he leído, y de la mayoría de los libros que tengo, no recuerdo absolutamente nada. Algunos sábados por la tarde, cuando reboto por la casa y el vino del almuerzo dispara sus últimas bengalas en mi sangre, los abro en las páginas que doblé. Las frases reaparecen vívidas y fugaces, como esos sueños que se olvidan al primer pipí.
Necesito leer porque la lectura es el látigo que hace avanzar a mi espíritu burro, demasiado remolón como para moverse por sí solo. Sin el azote de las ideas ajenas me estanco en el barro de mi complacencia, paralizado ante la posibilidad de valerme solo de mi ímpetu, que sin los libros es nulo.
A veces, generalmente en tiempos convulsos, no espero de los textos más que un ritmo, un compás narrativo que me aturda y me traslade, no a otro mundo sino más adentro del mío, ese territorio al que solo accedo cuando leo palabras muy bien elegidas, una detrás de la otra, como ocurre en la prosa logarítmica de Germán Marín, que se abre y se cierra, se expande y se comprime, para llevarme a rincones sórdidos pero verdaderos a los que de otra forma no habría sido capaz de llegar.
Aquí es cuando recuerdo esa distinción que hacía Barthes, un escritor que nunca supe abordar, mucho menos entender, pero del que siempre admiré su valentía, ese arrojo que hoy escasea para explorar las posibilidades del lenguaje. Él clasificó los textos en dos categorías: aquellos que generan placer y aquellos que producen goce.
Los textos de placer, según Barthes, son los que “nos contentan”, que uno se lleva a la cama para disfrutarlos y que reafirman nuestra identidad pues “provienen de la cultura". Los del goce, en cambio, son los que nos desacomodan, pues hacen “vacilar los fundamentos históricos, culturales y psicológicos del lector”, y “ponen en crisis” nuestra relación con el lenguaje.
En el placer, como lo dice mejor Rafael Lemus, “nuestro yo se reafirma; en el goce nos perdemos”. El placer es decible, el goce no lo es. Placentera, para mí, fue la lectura de Este domingo, novela breve de José Donoso, toda una demostración de hondura, fluidez y estilo en menos de 200 páginas. Gozoso, en cambio, está siendo leer a Cioran, filósofo rumano-francés que me exige estrujar cada una de sus oraciones para extraerles algunas gotas de lucidez.
Leer es más que un gusto. Puede ser un placer, a veces un goce, pero siempre es una necesidad.
Cristóbal Bley (Santiago, 1986) es periodista y ha escrito en medios como PANIKO.cl, Revista Viernes, La Tercera y Revista Santiago. Vive en Recreo, Viña del Mar.