Begoña Ugalde: “Es peligrosa la idea de que cualquier libro vale; algunos son dañinos”.

En los recreos escolares, dominada por su timidez, Begoña Ugalde (1984) prefería esconderse en la biblioteca que saltar
la cuerda con sus compañeras. “La lectura fue un refugio,
los libros eran mi escudo”, dice la poeta, mientras enrola su segundo o tercer cigarrillo del mediodía, sentada al sol en un céntrico café viñamarino. Autora de cinco poemarios y dos volúmenes de cuentos —Es lo que hay (Alfaguara, 2019) y Economía de guerra (Pez Espiral, 2023)—, también es profesora de literatura, su gran pretexto para dedicarle horas
a la lectura. “Tengo un pie forzado para leer y leer bien”.   

Por Cristóbal Bley

¿Recuerdas algún libro que te haya abierto la puerta hacia la lectura?

En poesía, me pasó de adolescente con la Pizarnik. La descubrí en una época bien emo y supe que la lectura podía ser en serio, que era posible encontrar, plasmadas en un texto, esas sensaciones que hasta entonces me parecían indescriptibles. Su poesía es bien oscura, pero también tiene la capacidad de ser muy sintética con las palabras, de ir muy al callo, y en un poema cortísimo hablar de algo que te sobrecoge infinitamente. Y Cortázar también, en la misma línea. Leer sus cuentos cuando chica fue como guau, qué increíble lo que se puede hacer con las palabras. Cortázar tiene una cosa muy cinematográfica. "Continuidad de los parques" es un cuento que uso con mis estudiantes, me funciona porque realmente parece un cortometraje, el narrador es una verdadera cámara. Me hizo un puente entre el cine y la literatura, que a esa edad, a los 13 o 14, resultó fundamental.

¿Cómo empezaste a leer poesía?

Tengo un primo poeta, Francisco Leal, que ahora está en otra, es como un brujo, pero ha publicado algunas cosas y fue el primero que me mostró la poesía. Como Vicente Huidobro, que me voló la cabeza. Leí Altazor cuando era chica, y a pesar de que es un libro raro, al menos para lo que yo había leído hasta ese momento, muy musical, que te lleva por distintas alturas, con palabras inventadas, logré conectar con él. Me acuerdo de leerlo casi de un tirón, y de experimentar esa cosa mística de la poesía, que te deja en otro estado, que te permite no solo meterte en otro mundo sino también crear tus propios mundos a través de las palabras. Eso me impulsó a escribir poemas.

Casi todos los datos de países desarrollados muestran que los índices de lectura de libros han disminuido, en especial entre los jóvenes. ¿Cómo lo ves en tus alumnas y alumnos?

Para serte sincera, lo veo fatal. Yo hago clases en dos mundos diferentes: en el Instituto Arcos, por ejemplo, el perfil es más de inclusión, con mucha gente que es primera generación en la educación superior. Ahí siempre comienzo el semestre con un breve texto de Zambra, que se llama “Lecturas obligatorias”, donde cuenta que en el Instituto Nacional los obligaban a leer mucho, con pruebas pesadas para pillarlos si realmente habían leído o no. A partir de ese texto a mis estudiantes les hago una pregunta: ¿cómo fue su experiencia de lectura en el colegio? ¿Y cuál ha sido el libro que más les marcó? La mayoría me responde que no tiene ningún libro favorito, que no les gusta leer. Y esa respuesta para mí es un dolor. Que no te guste leer es como que no te guste comer: hay tantos tipos de libros como alimentos, solo hace falta encontrar el que te interese. Mi tesis es que si no te gusta la lectura es porque no has tenido acceso a ella. En la Universidad Adolfo Ibáñez, el otro lugar donde hago clases, casi todos los estudiantes vienen de colegios privados, de familias profesionales. A pesar de eso, tampoco leen. Al menos no los libros enteros: se leen resúmenes o solo unos capítulos. El semestre pasado, una chica tierna se acercó y me dijo: profe, es que a mí me gusta la plata, entiéndalo. Me gusta ir al mall, comprarme ropa. Lo que quiso pedirme, creo, era que me rindiera, que no les hiciera pasar por eso. Pero yo no me rindo. Simone Weil escribió que uno le pone atención a lo que le da placer, pero el placer de la lectura tiene mucho que ver con la espera, con tener paciencia y concentración, con dejarse seducir. Pero hoy la atención está dispersa, nadie espera nada, todo tiene que ser rápido, con efecto inmediato.

Harold Bloom decía que el motivo más fuerte y auténtico para una lectura profunda era la búsqueda de un placer difícil.

Claro, pero eso tiene que ver con una relación más libidinosa con el lenguaje y que es anterior, que tú ya la traes, porque más allá de lo que diga el texto te fascina también como lo dice, el ritmo que utiliza. Como en la música: es la diferencia entre escuchar pop, que me encanta, y algo más experimental o raro, donde la experiencia es más desafiante.

¿Sientes que leer poesía hoy, y escribirla sobre todo, es algo anacrónico, fuera de su tiempo?

Si lo viéramos en grandes números, de cuánta gente lo hace, obviamente es algo pasado de moda o escaso. Pero al mismo tiempo siento que es algo tan accesible. Tengo la teoría de que todos los niños y niñas son poetas. Te pones a hablar con cualquiera que esté aprendiendo a hablar, o que tenga seis o siete años, y son capaces de decir unas imágenes hermosas. O la forma en que se relacionan con el lenguaje, que es súper lúdica. Por lo tanto no veo que sea anacrónico, porque la poesía es la relación más natural que tenemos con el lenguaje, más limpia, sin sistematización ni instrumentalización. Pero es evidente que el sistema neoliberal no la fomenta, pues no le sirve. La otra vez escuchaba a la Diamela Eltit decir que hoy existe un proceso de desalfabetización. Pero una muy particular, porque no es que la gente o los jóvenes no lean, porque ya casi el cien por ciento de la población sabe leer, sino que no se lee con metáfora. Los libros que están de moda para la juventud son puras obras donde no hay metáforas, entonces el ejercicio interpretativo está en desuso. Eso genera una pobreza increíble porque la capacidad de interpretar un texto, de observar entre líneas, la aplicas no solamente a la lectura sino que a toda la realidad, que aparece así en sus distintas capas. Y cuando no tienes esa costumbre o esa habilidad para enfrentar la realidad, esta se vuelve mucho más plana, más chata, menos estimulante.

¿Te parece que la lectura es algo bueno en sí mismo? O sea, ¿es mejor leer cualquier cosa que no leer nada?

O sea, hacer el ejercicio de relacionarte con un objeto como un libro, y poder conectar y darle significado a lo que está ahí escrito, en general me parece que es bueno. Siempre voy a preferir eso a que un niño esté todo el día con un teléfono. Soy súper tradicional en ese sentido. Pero igual creo que es peligrosa la idea de que cualquier libro vale, porque creo que hay unos libros que de verdad son dañinos.

¿Como cuáles?

Me acuerdo que era bien chica cuando leí al Marqués de Sade. Es un autor genial, tiene esta cosa liberal y rupturista, pero también unas escenas que son muy perturbadoras. Escribe sobre mujeres que abortan en medio de orgías, imágenes a las que si uno accede a los 13 años te pueden conectar con una oscuridad complicada. Y lo pienso a todo nivel. Hoy están de moda las películas de terror, un imaginario que está bien que exista, canaliza una oscuridad, pero me parece muy fuerte promover el miedo como estímulo. Me pasa con libros de la Mariana Enríquez, a quien todo el mundo hoy ama, pero yo no pude terminar Nuestra parte de noche, no quise seguir. Me enganchó, pero no eran imágenes que yo quería integrar en mí, no quiero estar pensando en un loco que le saca las uñas a otra persona. Bacán que exista el gótico latinoamericano y todo eso pero creo que hay que tener cuidado con la información que uno deja entrar.

¿Pero cómo puede ser peligrosa una novela de horror o con temáticas violentas?

Porque estimula un imaginario. Ese libro en particular desarrolla una estética, que la comprendo perfectamente, porque crecí en los noventas, de romantizar al hombre malo, ese que no te pesca, que te quiere para puro culear y que nunca te va a querer. Eso no me interesa: yo quiero ver qué piensa la loca a la que le pasó eso, cómo se siente ella. Creo que hay una saturación de esa estética de la destrucción, yo ya con mi propia oscuridad estoy. Me interesan mucho más las lecturas que tengan que ver con cosas cotidianas, con perspectivas menos engrupidas, más lúdicas o humorísticas.

Pero ahí estás hablando de gustos. ¿O te parece que ese tipo de literatura presenta algún problema para la sociedad?

Está bien que existan todo tipo de libros. Pero estoy súper consciente de cómo ciertos imaginarios te pueden traspasar formas de experimentar la realidad. Hay una tensión muy fuerte hoy en el mundo entre la energía tanática, destructiva, y la energía creativa. Creo que hay demasiada energía tanática, estamos muy cargados a la destrucción. El mundo ya me parece súper tóxico y por eso prefiero leer poesía o libros que hablen de la naturaleza, de espacios que nos hagan bien. De chica leí caleta a Bukowski, me encantaba, pero ahora digo este huevón, ¡qué lata! Misógino, todo el día curao. 

Pero que retrate esa realidad no significa que la promueva, ¿o sí?

Yo creo que la romantiza. Y como feminista estoy harta de ese imaginario, de que las mujeres seamos una especie de basurero emocional. Sin moralizar al respecto, esa relación tan poco amorosa y tan poco delicada con el cuerpo femenino siento que no está bien. Pero hay unas beatniks bacanes, como la Anne Waldman, por ejemplo, o la misma Stella Díaz, que creo que ofrecen una aproximación más delicada de la vida.


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