Sobre dejar libros a medias

 

Cuando era chico me daba vergüenza elegir libros largos para leer y después no querer seguir, así que, cada ciertos días, les iba doblando una hojita diez o quince páginas más adelante, hasta llegar al final. Así, nadie que lo tomara dudaría de mi voraz lectura. ¿A alguien le importaba? Dudo. ¿Retomé alguna vez alguno de esos libros? Algunos, pero muy pocos. 

Con el tiempo, encontré que mi sistema era ridículo, y empecé a obligarme a terminar toda lectura que comenzara. Pero había libros que simplemente no quería seguir leyendo, y la idea de abrirlos me abrumaba. Me sentía como un personaje de Bolaño atormentado por esos libros que colgaban en el metafórico jardín de mis lecturas; eso hizo que empezara a leer mucho menos. 

Mi relación con la lectura estaba siendo poco sana, acumulaba libros que temía abrir y los empecé a dejar de lado. En algún momento me encontré con una frase de Unamuno que dice que el peor analfabeto es el que sabe leer y no lo hace. Y me lo tomé personal. 

Decidí que si no quería seguir leyendo algo, estaba bien dejarlo de lado para dar paso a una lectura deseada. Uno se salta canciones en los discos, deja películas a la mitad y empieza una decena de series al año de las cuales solo termina un par. Los libros vinieron antes que todas esas cosas, y deberían tener los mismos derechos. 

Pero hay algún tipo de presión histórica con la lectura que hace que sea difícil el ejercicio de dejar de leer algo. Uno está en constante contacto con frases de Borges, Cervantes y mil otros sobre lo importante que es seguir leyendo siempre, pero no hay muchas sobre las razones para dejar de lado un libro, ni sobre los efectos positivos de hacerlo. Porque las razones para detenerse a la mitad de una historia son muchas,
y darles su lugar es importante. 

Hay algunas obvias, como que simplemente no es tu tipo de libro, y no logra enganchar. Pero también hay razones que salen del gusto y la escritura en sí; razones que nos pueden llevar a cancelar una salida, o a intentar faltar al trabajo, pero que pocas veces vemos como atenuantes para abandonar el acto de la lectura.

Saber que uno no está en el lugar mental o emocional para
seguir una lectura es un acto meditativo que creo más relevante de
lo que uno piensa. Es, finalmente, un acto de respeto propio. 

Todo esto suena un poco grave, y un poco a autoayuda. Pero leer es un acto de cariño hacia uno mismo, y hacerlo obligado es todo lo contrario de lo que debería tratarse. Me gustaría haberme pegado el “amiga date cuenta” con los libros mucho antes, pero como en todo acto de autodescubrimiento, lo importante no es cuándo llega, sino que finalmente lo haga. 

Ahora no solo no me da vergüenza dejar un libro a medias, sino que lo disfruto. Algunos los dejo en mi velador con una pequeña esperanza de retomarlos, otros se van directo al librero, sin perder su marcapáginas, como un recuerdo del momento en el que decidí abandonarlos. Y no lo disfruto por algún tipo de superioridad moral de poder decir “esto es malo, y no se merece mi lectura”, sino lo contrario. Es el goce de saberme libre de leer lo que quiero, cuando quiero y hasta donde se me dé la gana. 

Ahora abandono libros a diestra y siniestra, y son más los que dejo sin terminar que los que finalizo. Pero todo desde esta relación sana y libre con la lectura, lo cual ha provocado el cambio más radical: puedo retomar lecturas abandonadas hace años. Porque los libros ya no me acechan, no amenazan con contar mi secreto de flojera lectora, están ahí solo como un objeto de placer, hasta donde yo decida. 

 

 

Martín Sepúlveda B. es escritor, guionista, reseñista y profesor. Autor de los libros de cuentos El diablo también (Santiago-Ander, 2021/Desastre Natural 2023) y Los perros perdidos (Santiago-Ander, 2023), y del libro Twin Peaks: guía de campo (Santiago-Ander, 2024). Es también fundador de la microeditorial Marmota Ediciones. 

 
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