Pero no era tan fácil borrar el cuerpo como se borra la ciudad. Apuntes sobre Chilco de Daniela Catrileo
Nadie confía en la palabra de una mujer. Y hablar desde ese espacio ocupado por un rostro visible, es una herejía, una declaración de guerra. Las mujeres desclasadas, las que como yo no han gozado de la protección de un nombre, de una familia, o de un patrimonio, las pobres, son más estigmatizadas y silenciadas. La gente detesta reconocerse en personas cuya imagen es débil socialmente, que no tiene el prestigio del poder, que no aspira a su brillo fatuo, sino que desea construir su propio modelo, las bastardas, las parias, o anónimas. En mi caso la turbulencia es notable: no solo tengo un apellido extranjero, del más común en Brasil, sino que además nací en un pueblo de la sierra del Perú. Ah, cuánto nos desconocemos en mi país, y cuánto nos disecamos a través de los nombres y las castas. No solo, por mis rasgos, soy mestiza, sino que inoculo la duda sobre mi origen, no la blanqueo, y encima me atrevo a decir cosas que nadie dice, a hablar del cuerpo, a desmontarlo en piezas y arrojárselo a la cara al lector. Una afrenta que se paga.
(Patricia de Sousa en “El cuerpo en disputa.
Escribir, falsificar, escribir, hablar de verdad, inscribir”).
Cuando decimos que no podemos dejar de leer una novela es porque queremos seguir escuchando la voz que narra. Más allá de la intriga y de las peripecias, hay un tono que define el modo en que la historia se mueve y fluye. No se trata del estilo –de la elegancia en la disposición de las palabras que es un sello de la autora–, sino de la cadencia y los sentimientos del relato. En definitiva, el tono define la relación emocional que narrador mantiene con la historia que está contando.
(Ricardo Piglia sobre En breve cárcel de Sylvia Molloy).
[Esta crítica nace a partir del texto de presentación del libro (leído en Santiago el 26 de octubre del 2023), donde la autora tuvo intuiciones de lectura, que con el tiempo y las relecturas, ha afirmado. Aunque nace de un texto anterior, este es otro texto].
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“Pero no era tan fácil borrar el cuerpo como se borra la ciudad” (p. 110), declara en un momento la primera persona de Chilco, una novela que con el lenguaje construye y demuele, arma y desarma; en la que los cuerpos resisten y la ciudad es borrada hasta desaparecer.
La que habla es Marina Quispe, mujer continental y citadina, nieta de Flor, hija de Rosita, sobrina de Camelia, polola de Pascale, amiga de Leila y humana de Pachakuti. Conocemos de su voz la historia de la novela, es decir: la historia de Mari y Pascale, la historia de Mari, Pascale y Pachakuti, la historia de Mari y Leila, la historia de Mari, Leila y Pascale, la historia de Mari y su abuelita Flor, su mamá Rosita, su tía Camelia, sus vecinos y vecinas. Y, también de su voz, seguimos los acontecimientos que ocurren en la ciudad Capital, en La Chimba, en el centro histórico, en Chilco; aquella “isla pequeña de clima subtropical, ubicada a 186 kilómetros al oeste del continente, a la altura de ciudad Capital”, de la cual Pascale es oriunda.
Dividida en cuatro partes, treintaicinco capítulos y un archivo de siete partes, que al modo de los inventarios coloniales del siglo XVII al XVIII, afirma la existencia de Chilco, su referencialidad y su sobrevivencia, para que crezca como órgano ausente de la historia y las personajes principales del relato.
Porque Chilco es más que un paisaje; su existencia en la novela todo lo zamarrea: a Mari y a Pascale, sus protagonistas, y también a nosotras, sus lectoras.
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En un precioso texto titulado “Personas mirando el cielo” (2021), Olivia Teroba dice que escribe pensando en resonancias, en reflejos, rastreando el pasado como punto de partida, pensando en constelaciones propias: “Intento pensar el futuro como revisión del pasado. Buscar en las ruinas lo que quedó del amor. Para ser más precisa, buscar en las ruinas de la historia algo que podamos entender y amar” (p. 128). Leo y releo Chilco y pienso que la escritura de Daniela Catrileo, como la de Teroba, nos invita a pensar en las huellas del pasado; reconstruyendo, revisando e imaginando, afectiva y políticamente, en relación con las comunidades y territorios que habitamos.
Al explorar cómo las historias individuales, como la de Mari, la protagonista, se entrelazan con narrativas territoriales, Daniela Catrileo, en esta ficción documental, se aleja de la primera persona ensimismada e introspectiva, tan característica de las producciones atravesadas por las demandas del mercado y su lógica individualista. Esas narrativas, que suelen promover la exhibición a toda costa, mediatizan la memoria al reducirla a una sucesión de imágenes despolitizadas y poco elaboradas, neutralizadas por la repetición –de las estrategias narrativas, del punto de vista–; cuestión que no ocurre en Chilco.
Como lo que se nos ofrece es un punto de vista atravesado y constituido por su relación con quienes la rodean, en relación con ellos y no del uno y el otro; el lugar de enunciación que construye a través de su protagonista Chilco, nos interroga sobre las historias que se cuentan, considerando como parte de ellas también lo que se escapa, lo que queda fuera de foco; ese resultado de las restas del que hablaban las clases de matemáticas cuando éramos chicas y que algunas nunca llegamos a entender, porque no todo puede ser tan justo, tan preciso. ¿Y lo que se escapa, lo que resta de esa genealogía coja, como le dice Mari, a sus diferencias con quienes la rodean, eso que sale de sus relaciones con las otras, con los otros, con ese país, ciudad, isla, territorio, que la atraviesa, zamarrea y sostiene?
“En la ciudad éramos unos quiltros, sin genealogía. Habíamos crecido en una capital de mescolanzas, un salpicón de matices, acentos y lenguas. Una enredadera que daba más esquejes que semillas y seguía brotando, a pesar de la incisión. Ese lugar de sutura, colmado de capas y capas de tiempo como las rocas sedimentarias que acumulan partículas viajeras y pequeños fósiles, casi siempre formadas como esculturas cerca del agua. Puedes encontrar vestigios animales o vegetales, huellas del viento, estelas de hielo, como rastro de una memoria que fulgura para una existencia futura. Ya llegará el instante en que una existencia porvenir escarbe en el fósil de nuestros días y entre las tonalidades de nuestras piedras, advierta este bricolaje” (p. 57-8).
Es evidente que el punto de vista de la novela es construido por la autora desde una perspectiva heterogénea –digo heterogénea, no diversa–, que critica y desestabiliza al narrador convencional, masculino, omnisciente y monolítico de la novela. Chilco nos ofrece una narradora que duda de los hechos de la trama, renunciando al control total sobre los acontecimientos, y cuya historia es reconstruida gracias a su encuentro con las otras:
“Intenté comprender el dolor, aunque me fuera ajeno.
Después de eso, nada me resultaba tan ajeno.
Chilco era un cuerpo que se arrasta, una matriz ausente, un brazo que falta.
Chilco era un órgano que no me creció y, de repente, me volvía incompleta”
(p. 51).
Desde su posición incompleta, la narradora se quiere en la mezcla y no regida por fundamentalismos, orígenes y linajes. Habla, como lo hizo Pedro Lemebel, por su diferencia:
“Quizás nunca le di importancia al tema del origen, porque a estas alturas de la historia, la mezcla me parecía hermosa (...) Sin embargo, rastrear arqueológicamente a nuestros antepasados era casi imposible o, más bien, una silla coja, porque la falta de padre era la religión común de nuestro territorio” (p. 58).
Es difícil hablar de diferencia en Chile hoy. Lo era cuando lo hizo Lemebel y lo sigue siendo; quizás por eso el escritor hizo de ella trama de su manifiesto estético y político, porque se afirma en la rabia y opera como táctica de relación con la hegemonía, la diferencia, al hablarse antes a sí misma, se adelanta a las prácticas de sujeción de las hegemonías culturales sobre las diferencias culturales. No se trata de una mera oposición a algo, de una búsqueda de reconocimiento, como nos ha invitado a reflexionar la intelectual chilena Claudia Zapata en los últimos años con sus estudios sobre la crisis del multiculturalismo y las intervenciones políticas indígenas desde Latinoamérica. Se relaciona más con una cuestión de hablar de y no de hablar por. Entonces, no se disculpa por su lugar de oposición la diferencia; en cambio, siente una dignidad que infla el pecho al reconocerse ahí, en su espacio que no cede, en su espacio contra el que rompen las olas como los tiempos con las historias y es desbordado por el mar, por ese cuerpo acuático que abruma a Mari y llama a Pascale, a su corazón de mar, a su corazón mapuche lafkenche.
Desde una diferencia cultural entonces, y en el contexto de una crisis inmobiliaria y social en Ciudad Capital, que resuena, cómo no, con la revuelta social del 2019 en Chile y con otros acontecimientos políticos de la historia de América Latina, Chilco pone al centro del conflicto problemáticas que los movimientos populares e indígenas, históricamente en nuestro territorio, han empujado: como el derecho a la vivienda, el despojo territorial de los pueblos; y a su vez, problematiza la articulación de los movimientos populares con los movimientos indígenas en paradigmas aún coloniales, o la lucha de género, clase e identidad desde nuestras regiones. Hay, de esa manera en Chilco, el seguir de una vida que ve cómo cede la tierra, y cuerpos que se afirman los unos de los otros porque ya no queda nada, solo ellos y su voluntad de resistencia, de armar comunidad, construir pueblo.
Daniela Catrileo, por segunda vez en narrativa, perfila identidades culturales impuras, que disputan hegemonías discursivas y representaciones frente a aquellas literaturas no mujer, no mapuche, binaria y heteronormada. Lo que dejó pistas en Piñén (2020) con Chilco (2023) se nos confirma. Pero en su trabajo con el lenguaje, la poeta demanda e insiste en su lugar con justa razón, recordándonos siempre de dónde proviene su oficio literario, sus primeros pasos, sus primeros hits; porque el trabajo es con el lenguaje en Chilco —y no para el lenguaje–, como ya nos tiene acostumbradas la escritora mapuche.
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Tras un año de su publicación, no puedo dejar de insistir, como cuando lo presenté en octubre del 2023, que aunque la novela esté atravesada por tantas temáticas como las que la prensa se dedicó a categorizar –¿y reconocer?– y los artículos académicos se encargarán de registrar y desmenuzar –¿y reconocer?– para el inventario de la literatura: colonialismo, estrategias de invisibilización, territorialidad, memoria, arraigo y desarraigo, pertenencia, propiedad, corazones mapuche lafkenches y corazones quechua, citadinos, continentales; todos problemas que a Daniela Catrileo le preocupan, le interesan, con los que trabaja y no debería ser sorpresa para cualquiera que conozca su trabajo. Pero también y quizás, sobre todo, habría que recalcar que la novela disputa hegemonías discursivas desde su lugar de enunciación. Sobre todo, en el mercado que circula, en el canon en que se instala y el corpus al que ingresa.
“Pero no era tan fácil borrar el cuerpo como se borra la ciudad”, repito. Y es que es eso, justamente, de lo que habla Chilco, su justa insistencia: las ciudades desaparecen y aparecen, ¿pero los cuerpos? ¿Vamos a dejar que Mari desaparezca? ¿Pascale? ¿Flor? ¿Leila? ¿Rosita? ¿Camelia? ¿Vamos a poder soltarlas? ¿Por qué sentimos que somos nosotras las que la acompañamos a ellas, a pesar de que sabemos, adentro sabemos, que nos están acompañando con nuestro propio huacherío, nuestro propio quiltrerío? “¿Pero cómo no conmoverme ante alguien que lleva consigo todo un territorio?”, se pregunta Mari cuando conoce a Pascale. ¿Pero cómo no conmoverse ante un libro que lleva consigo todo un territorio?, pregunto yo, al terminar de leer Chilco.
Gabriela Alburquenque (Santiago, 1995). Escribe, investiga y edita. Es directora de Revista Origami. Fue reconocida con el Premio Roberto Bolaño por su novela “Aviso de demolición” (Los libros de la mujer rota, 2022) y finalista del Premio Municipal de Santiago por el mismo libro. En 2023 publicó “Hacia una poética del silencio. María Luisa Bombal” (Editorial Catalonia), reconocido con el Premio de la Cátedra de Mujeres y Medios.