Cómo se ordena un velador

 

No sé de dónde habrá venido la costumbre de leer antes de dormir, pero se supone que terminado el día una debiera acostarse con la antelación y energía suficientes para avanzar algunas páginas antes de efectivamente dormir.

El caso es que desde hace ya un par de años llego a la cama arrastrándome o justo a tiempo para lograr dormir seis o siete horas antes de que suene la alarma que reinicia la rutina.  Y cuando lo intento —leer algo antes de dormir— el libro amanece en el suelo, solo para constatar que ni siquiera pude pasar una página.

¿De qué sirve entonces tenerlos en el velador?

De nada. Mi velador ha quedado reducido a ser un altar de lo prioritario: ahí están los que quiero o debo leer primero, antes que los de las estanterías de mi biblioteca. Aunque eso no impide que a veces me salte esa priorización autoritaria para sacar uno de otro lado para llevarme en la mochila.

Tengo 32 libros pendientes en mi velador, repartidos en dos montones desiguales. Uno de esos libros —El libro contra la muerte de Elías Canetti— lo empecé a leer el 2020 y yace aplastado bajo los que se fueron sumando en el camino. Como cada pila ya es muy alta, los libros que van quedando debajo se vuelven parte del mobiliario, solo se tocan los de arriba, generalmente nuevos libros que van quedando en lo alto, mientras me olvido de esos ingratamente pospuestos en la base de cada torre.

Lo más extraño es que desde hace unas semanas y sin ningún motivo aparente esa acumulación empezó a parecerme excesiva, negligente y molesta. 

Desde el 2019 llevo un registro de lo que leo y según ese registro de los 145 libros que logré leer el 2020 fui decayendo en cantidad hasta terminar con 55 leídos el 2024. Esa involución ha sido consciente y buscada, tomando en cuenta que ahora trabajo ocho horas diarias fuera de la casa, pero además porque ha cambiado mi forma de leer. Leo más lento, disfruto y extiendo la lectura, en algunos libros permanezco más de lo necesario solo por el placer de seguir ahí. Y aunque suene contradictorio siento que leyendo menos puedo leer más.

Si mis formas de leer han cambiado y leo casi todo en la caminadora o en el transporte público o en mi escritorio o en el sillón ¿necesito tener tantos libros en el velador? y si me voy al extremo ¿necesito un velador?

A lo mejor el mueble en sí da lo mismo, cualquier lugar en que las deje es irrelevante, lo que importa es cómo ordeno y priorizo mis lecturas. Cuando escribía esto último en vez de lecturas puse preguntas, así: cómo ordeno y priorizo mis preguntas. 

¿Son los libros preguntas para mí?

¿Y si reformulo los libros como preguntas para ordenarlos y saber cuál va primero, cuáles se quedan y cuáles se van? 

Me gusta el ejercicio porque me obliga a perfeccionar la pregunta. No es lo mismo preguntarme si quiero saber sobre la vida de Carlos Droguett a través de los ojos de Álvaro Bisama o si quiero leer una biografía premiada ¿Me interesa porque es de Droguett o me interesa porque lo escribe Bisama? Si viajo al momento en que lo compré diría que la pregunta fue ¿cómo se escribe un ensayo biográfico y cómo se hace para que te premien por esa escritura?

Iba a poner aquí que casi todas las preguntas que me llevan a los libros que compro tienen que ver con averiguar cómo se escribe tal o cual tema, pero no es cierto. Tengo una biografía sobre Nora Joyce solo porque quiero descifrar el alcance de su influencia en la obra de su marido. 

Entonces, en realidad, las preguntas no se acumulan en el velador, sino en mi cabeza, en el velador acumulo las posibles respuestas y aunque esas respuestas las podría conseguir también en un video de youtube o en una película, la verdad es que el texto es el formato en que —por sobre todos los demás— prefiero saciar esa curiosidad.

Ordenar un velador es en el fondo priorizar qué se leerá primero, tener un plan de lectura. El velador, en mi caso, viene a ser la representación material de ese plan. Todos los años me hago uno que termina deformado e inconcluso, igual que  las dos torres que mantengo sobre el velador.

Aunque cualquier intento de disciplina me alivia en un principio porque me da una sensación de control y paz, luego eso mismo comienza a agobiarme. En verdad quisiera ser lo suficientemente ordenada para leer un solo libro a la vez, entregarme a su lectura hasta terminarlo y luego escribir sobre él, agotarlo, pero ¿cuánto tiempo podría sostener esa práctica? 

El objetivo que tenían mis lecturas antes era tratar de conocer y abarcar la mayor cantidad de voces, géneros y temas, para tener un panorama de lo que había. Hoy mi objetivo principal es la escritura. Instalarla como un hábito, porque siento que escribir se parece a cuidar un fuego. Tengo que alimentarlo y no dejar de mirarlo. 

Entonces, quizás mis prácticas lectoras debieran estar enfocadas a la concentración y no a la dispersión. A la profundidad por sobre la cantidad.

Roberto Calasso en Cómo ordenar una biblioteca dice que ordenar los libros por orden alfabético es igual que perderlos de vista. Afirma que “es mejor formar pequeñas islas de temas afines a las que estos libros se adherirán, como conchas a una roca” (14) y le encuentro toda la razón. Bajo esa luz, tiene lógica la acumulación intuitiva de lecturas y la lectura desordenada. 

Sé que me aferro a ese argumento porque mi curiosidad salta de tema en tema y cada libro que leo atrae nuevas lecturas que no estaban en el plan original. Por eso, llevo años leyendo desordenadamente y de a varios libros a la vez. 

Como “lectura salvaje”, bautiza Calasso, esa forma de leer de todo y de cualquier forma. Me gusta esa defensa del desorden y el caos como sistema de lectura. La urgencia y el descubrimiento como guía. Ir a tientas armando un camino de lecturas sin plan o rompiendo sin culpa su orden preestablecido.

María Negroni, por su parte, en una conversación en torno a su libro La idea natural habla de criterios y colecciones. Como en un museo, dice, tratamos de organizar el caos que  representa el mundo, agrupando y formando sistemas para hacerlo más comprensible. En su discurso me parece que hay un énfasis en el foco, que en su escritura se materializa como una forma de la obsesión. Este foco en la escritura tiene un equivalente material en su biblioteca: cada libro que ha publicado tiene un archipiélago de libros que Negroni guarda todos juntos en diferentes rinconcitos de su biblioteca.

La premisa de Negroni parece ser: aferrarse a un tema que ordena sus lecturas y escribir con ellas hasta agotarlas.

¿Podré encontrar el equilibrio necesario entre estas dos posturas? La del lector que se deja llevar por la intuición y la de la lectora que escribe alimentada de lecturas que le ayudan a mantener el foco.

Creí que escribiendo todo esto llegaría a una conclusión, a una verdad que aparecería en estos últimos párrafos, pero no me siento más cerca de una solución que cuando escribí la primera línea.

Si el velador se llama así porque antes se usaba para poner la vela que iluminaba la habitación. En ese sentido, podría decir que esa acumulación de libros míos también cumple esa función: echar luz sobre todo lo demás. Sin embargo, el imbunche de palabras que acuno en mi velador se ha vuelto una entidad opaca y pesada: perdió el brillo que le daba el uso. Anquilosado reposa a la derecha de mi cama sin otra función que ser una eterna tarea pendiente. 

Se me ocurre que quizás sea mejor no tener plan de lectura este año. Sacar todos los libros del velador y devolverlos a la biblioteca.

Se me ocurre que quizás sea mejor poner el foco en la escritura de ese libro que no logro hacer despegar. Dejar que sus temas constelen las nuevas lecturas e ir arrojándolas de a una al fuego de mi escritura.

¿Y el velador? 

En el velador dejar lugar solo para ese libro-cometa y alimentarlo acumulando frases con un lápiz en una pequeña libreta.

 

 

Carolina Garrido Cepeda (Iquique, 1979) es arquitecta y magíster en literatura comparada. Sus textos han sido publicados en revista Oropel, Textos Híbridos, WD40 y en el blog de Poesía & Capitalismo. Vive en Santiago.

 
Siguiente
Siguiente

El imaginario de Jesus Diamantino