“Vaca sucia” —Melissa Rep

 

A John Lowther

Estamos sentadas en un banco hecho de una sola tabla sobre dos tocones. A la sombra. Malén ceba un mate y me lo da sin levantar la vista de su celular. Este banco improvisado e incómodo queda justo enfrente al ingreso principal, puedo observar a las familias y a las parejas y a los grupos de amigos que hacen fila entre las vallas y los fardos para pagar su entrada.

 

El predio es generoso y verde y la gente lo recorre de puesto en puesto. Una corriente de aire tibio se hace paso entre el olor a humo de las parrillas, de los cueros, de la paja secándose al sol. La gente viste para la ocasión: bombacha de campo, camisa amplia, faja, boina. Alpargatas. Todos, también Malén.

–Está por empezar– dice ella de golpe.

–¿Qué cosa?

–El aparte campero– Malén señala con el pulgar hacia el corral principal, en diagonal a

nuestro escondite entre los árboles –. Me escribió Cate, dice que consiguió un buen lugar.

–Vamos– le digo, feliz de movernos. Me pongo la gorra y los lentes de sol y le devuelvo el mate.

El corral es un rectángulo alambrado de polvo que empieza en el pasto y termina en la estepa. De fondo se ven las montañas, un atisbo del centelleo del sol sobre el lago. Corre una brisa suave, ya son las tres de la tarde. En una de las esquinas del rectángulo están las gradas. Una de frente, dos de costado. Verde inglés. Asumo que ahí se sucederá el espectáculo.

–¿Qué es lo que vamos a ver?

Malén no parece escucharme.

–Acompañame a saludar– dice.

Nos desviamos del camino que nos estaba llevando a la muchedumbre. Malén se acerca hasta el corral pero en la esquina opuesta a la de las gradas. Saluda a dos chicos con la mano. Los chicos se acercan. Uno de ellos tiene una camisa color rosa viejo y una boina roja, al sonreír un colmillo chueco. El otro se parece a un actor que está de moda. Malén me los presenta pero sólo retengo el nombre del de la boina roja, Martín. El otro tiene un nombre ridículamente gringo, como Harry o Johann o Timothy.

–Ella es mi prima Sofía– dice Malén –, está de visita.

Los dos se acercan y apoyan un pie en la vara más baja del corral para subir de un tirón y ofrecer sus mejillas. Son incluso más chicos que Malén, pienso. El chico Timothy tiene el pelo largo en mechones castaños desordenados bajo su sombrero, barba de un mes, camisa a cuadros verdes y negros. Pañuelo al cuello.

Les doy a cada uno su beso.

–¿Cuándo les toca a ustedes?– pregunta Malén.

–Falta un rato– contesta Martín –, creo que vamos después de los de Guanaco Viejo.

–¿Está Germán?

–No, son los puesteros. También de La Escondida. Puro paisano este año.

Malén se gira rápido, como si alguien la estuviera llamando. Martín me mira.

–Suerte, chicos– dice ella, de medio perfil, y se empieza a alejar. Me veo arrastrada a seguirla.

–Suerte– repito, sin saber exactamente qué tipo de suerte les estoy deseando, ni para qué.

–Un gusto– me dice Timothy. O Harry. Me sonríe con ojos de chocolate.

Doy ya unos pasos para alcanzar a Malén.

–No entendí cómo se llamaba el otro, el que no era Martín– le digo, al trote.

–Harley– contesta ella, sin mirarme y sin bajar la velocidad.

Malén encuentra a Cate en la anteúltima grada. Pedimos permiso a los que están sentados más abajo y subimos y nos acomodamos apretadas entre la gente. Una chica que está sentada más arriba deja caer todo su pelo sobre nosotras. Malén se gira y la mira. La chica se recoge el pelo y lo echa hacia atrás con los labios apretados. En nuestra grada y en las otras hay una clara estratificación: las familias bien abajo, los adolescentes más arriba. Quiero entender lo que estamos viendo, lo que vamos a ver. Esta subdivisión del corral principal es un tercio de su tamaño y está, a su vez, partida en dos: un rectángulo más chico con un alambrado que no se cierra, que queda a medio camino, con un espacio en el medio; como si alguien se hubiese robado la tranquera. En ambos espacios, entrando y saliendo por el hueco entre corrales y ajenas al murmullo, una veintena de vacas va y viene, indolentes.

–Qué tal todo– dice Cate.

–Germán no viene– es lo primero que suelta Malén.

–Te dije– dice Cate –, está de viaje. Nunca me escuchás.

Malén calla. En alguna parte del trayecto se deshizo de la yerba lavada y ahora está preparando un nuevo mate. Cate me da charla. Hace un esfuerzo grande en seleccionar preguntas que suenen adultas: qué tal tu trabajo, la ciudad, viniste en auto, o sea tenés auto, casa propia, tatuajes.

–Tengo una estrella en la ingle– invento, posando la mirada en Malén. Cate entreabre la boca, los ojos asustados. No le han desaparecido las pecas.

–Te está jodiendo– dice Malén, sin perder la seriedad. Se ceba un mate, chupa de la bombilla.

–Lo que no entiendo es por qué Germán no me avisó que no iba a estar– sigue, y apoya la mano libre sobre su pecho, dándose una palmadita –. Por qué no me avisó a mí.

Nos interrumpe una voz amplificada.

–¡Damas y caballeros! ¡Vamos a dar comienzo a esta commmpetencia!– la voz retumba apenas entre las gradas. La busco: le pertenece a un hombre gordo y canoso que habla desde la caja abierta de una camioneta celeste, estacionada del otro lado del alambre, en los dos tercios que le quedan al corral principal. A su lado, sentados sobre los parlantes, hay dos chicos jóvenes, todos vestidos de gaucho. El hombre sostiene en una mano el micrófono y en la otra una foja de papeles. Detrás de la camioneta se extiende un racimo de jinetes sobre sus caballos, a la espera de algo. Distingo a Harley por la boina roja de Martín.

–De qué se trata todo esto– vuelvo a preguntar. Malén me pasa un mate renovado. Esta vez sí habla.

–A cada equipo le toca una vaca. Bueno, un número de vaca. En total son tres vacas por cada número. Tienen que apartarlas del resto y hacer que entren al corral chico, y que no se escapen.

–¿Y qué sería un equipo?

Pero no necesita explicármelo: el señor de la camioneta ya los anuncia.

–Se prepara el equipo de La Escondida– dice–: Juan Gutiérrez con COMISARIO, Damián Gutiérrez con PATA NEGRA y Wenceslao Gutiérrez con GRINGA.

Deduzco que Juan es el hombre y Comisario el caballo. Gringa es una yegua lustrosa, color crema. Los tres ingresan al corral chico y se acomodan en el hueco, mirando de frente a las vacas.

–¿Padre e hijos?– pregunto.

–Sí– contesta Cate, y le pregunta a Malén –, ¿Juan no es el que salía con Tamara?

–¿Qué Tamara?

–Díaz.

–Puede ser.

Wenceslao Gutiérrez se acomoda unos pasos detrás de sus hijos. Habla el hombre de la camioneta.

–Su vaca es la nueve, ¡tiempo!

Los hijos salen disparados, uno por cada costado del corral. Las vacas pasan de la indiferencia al pánico. Se desbandan y se dispersan. El público se agita, grita indicaciones y alienta a los jinetes por sus nombres o el de sus caballos. Los nenes se pegan al alambrado y señalan desesperados con el dedo:

–¡ACÁ! ¡ESTÁ ACÁ!

Uno de los jinetes o los escucha o se percata solo. Se abre camino entre el remolino de vacas y encara con furia a la vaca número nueve. A una de las vacas número nueve. El número está pintado sobre el lomo de la vaca, en blanco.

El jinete –Juan o Damián– empuja la vaca hasta una de las esquinas del corral. A último momento, antes de chocar contra el alambrado, la vaca gira a la derecha. Sale disparada a lo largo del borde y el jinete va detrás. La apura. Le grita. Pega su caballo a la vaca y la escolta con violencia hasta quedar a unos metros del hueco de entrada al corral chico. Tira de la rienda del caballo y se despega ágilmente de la vaca y la vaca se desliza, libre al fin de la sombra del jinete, hacia el interior del corral.

El público estalla.

–¡¡Esaaa, Juancho!!

–¡Mirá qué bien, Comisario!

Hay un cambio: Juan y Comisario se quedan vigilando la entrada, le toca a Wenceslao salir a reclutar vacas. Malén adivina mi pregunta.

–Cada vez que apartan una vaca tienen que cambiar de portero– me dice –, y el portero no puede intervenir en el aparte de la próxima.

Mientras tanto ya hay una segunda vaca número nueve que está por entrar al corral, con Damián Gutiérrez y Pata Negra respirándole en la nuca. Pero la vaca no viene sola. El jinete no logra separar a la parejita y así entra una vaca cero junto con la vaca nueve.

–Uhhhhhhh– dice el público, al tiempo que Wenceslao pareciera haber encontrado a la tercera vaca. Su hijo el malo se queda de portero y sale otra vez el bueno, con Comisario.

El caballo por un segundo no quiere saber nada de volver al ruedo y se alza sobre sus patas traseras.

–Hay que tener mano, eh– digo, mientras observo como Juan Gutiérrez logra controlar a su caballo y entre él y su padre meten a la última vaca número nueve en el corral chico.

–Sí– dice Cate –, o un caballo que sepa trabajar vacas.

A esta revelación existencial la corta en seco el gordo del micrófono.

–¡TIEMPO!

El público resopla y aplaude.

–Tiempo total para el equipo de La Escondida: un minuto treinta segundos más diez segundos de recargo por vaca sucia.

–¿No pueden sacarla?– pregunto.

–¿Qué cosa?

–A la vaca sucia.

–Sí– dice Malén –, de hecho la tienen que limpiar. Pero se les acabó el tiempo. Capaz les va mejor en la segunda ronda. Pero ahí sólo tienen un minuto.
Pasan los equipos, pasan los caballos. Quedan siempre las vacas, perplejas y amnésicas.

Uno de los equipos es todo de mujeres, se hacen llamar Las Reinas del Mañana.

–Esta se re hizo las tetas– comenta Malén cuando una de ellas pasa cerca de nuestro lado del corral, a toda velocidad. Lleva a su caballo a galopar en un microsegundo.

–Recontra– dice Cate.

La tetona es diestra con la rienda. Ella sola consigue meter dos vacas –la suya es la número cuatro– pero sus compañeras son indecisas y dejan colarse tres vacas sucias que tardan en limpiar y que les arruinan la marca de tiempo: no llegan a juntar las tres vacas número cuatro.

–¡Tiempooooo para Las Reinas del Mañana!– anuncia el gordo –, la próxima que sea para hoy, chicas.

La tetona le hace un gesto con la mano y ayuda a sus compañeras a sacar todas las vacas del corral chico y dejárselas ordenadas a los que siguen.

El próximo equipo hace desesperar tanto a una vaca que la pobre no le emboca a la puerta, salta el alambre, se queda enganchada, el público grita, la vaca se zafa y cae entera del otro lado. Al menos es una vaca limpia.

El equipo de la estancia Guanaco Viejo es el anteúltimo. El público baja la voz al verlos. Van todos vestidos de camisa celeste y boina negra. Bigotes. El gordo de la camioneta destaca que la yegua gateada que está montando uno de ellos resultó ganadora de algún tipo de concurso o competencia. Elegante, la yegua. Trota como si diera pasos de exhibición sin perder jamás de vista su objetivo, es decir, la vaca.

–Esta es gente que hace esto todos los días– dice Malén –, Germán me dijo que antes de trabajar para ellos se dedicaban a ir de Rural en Rural a competirle a toda la paisanada.
El equipo de la Estancia Guanaco Viejo logra meter todas sus vacas en un minuto y ocho segundos. Aplaudimos.

–Se prepara el equipo de La Ponderosa– arremete entonces el gordo de la camioneta, y se ve interrumpido por un griterío descomunal. Un grupo de chicas de pelos largos y rubios desde la grada en diagonal a la nuestra aplaude y silba y aclama.

–Bueno, bueno– dice el gordo –, ¡veo que este equipo tiene hinchada! Adelante Martín Grimaldi con PUDÚ PUDÚ, Joaquín Robledo con OSCURO y Harley Flinch con LA SANTA.

Me giro hacia Malén.

–Realmente no puedo creer que se llame Harley– le digo.

–Sí, sí. Como la moto.

Los tres se acomodan en la entrada al corral chico. Las vacas mugen y por un segundo siento lástima del mareo que deben tener y les deseo sedición y rebeldía, que se planten en el centro y no se muevan, que bloqueen todas las tranqueras. Harley suelta por un segundo las riendas de su yegua y se acomoda el pelo detrás de las orejas.

–¡TIEMPO!

Entre ronda y ronda hay una pausa. Aprovecho para bajar.

–Voy al baño– le digo a Malén.

–Dale.

–¿Tienen hambre?

–Ay, sí– dice Cate –, fijate si conseguís chipá.

Los baños quedan hacia el fondo del predio, bajo una hilera de álamos. A la vuelta paso por uno de los puestos de comida. El sol calienta mi espalda.

–Hola– me habla alguien a mi costado. Es Harley. Tiene una cerveza en la mano. Muy cerca suyo están los otros dos integrantes de su equipo y algunas de las chicas de pelo lacio que veíamos desde las gradas.

–Hola– le digo, y con el mentón señalo el vaso de cerveza –, ¿no tenés que conducir, después?

Harley se ríe.

–Qué tal te pareció– me pregunta, y no sé si se refiere al aparte campero o a su performance en la primera ronda.

–Bien, bien. Muy bueno– contesto. Casi digo "lindo".

–Así que sos prima de Malén.

–Sí. Pero vivo en el Valle.

–No te parecés.

–¿A Malén?

–Sí.

Lo pienso.

–Puede ser–le digo–. Tenemos poco en común.

Harley asiente y toma un sorbo de su cerveza.

–Más tarde toca una banda– me dice –, los Gamblers. Son buenos.

–¿Acá mismo?

–Sí, sí, allá donde está armado el escenario– señala con el dedo, girando el cuerpo. Tiene

tres lunares en hilera cerca de la oreja.

–Genial– le digo –, suerte en la próxima ronda.

–Gracias– sonríe. Se acerca Martín y tira de su camisa. Al verme me saluda.

–¿Vamos?– le dice a Harley.

Harley me mira. Un rayo de sol se cuela entre los árboles y lo encandila. Se lleva una mano a la frente, el sombrero le cuelga del cuello.

–Nos vemos– me dice.

Vuelvo hasta las gradas y subo a recuperar mi lugar entre las chicas.

–Traje tortas fritas– les digo.

Harley empieza de portero. Martín y Joaquín consiguen la primera vaca, les tocó la número seis. Martín cambia su lugar con Harley. Harley se escurre con su yegua entre el ganado. Encuentra la segunda vaca número seis y la aparta del resto. Hace cambiar de dirección a La Santa e inclina su cuerpo para acompañar el movimiento del animal. Ya sin el sombrero.
Con los pelos tapándole la cara. La camisa entreabierta.
La espalda recta, ligeramente echada hacia adelante. Brilla el sudor de los músculos tensos de la yegua, sus crines castañas.

La vaca tropieza.

Algunos en el público se levantan. Harley tira de las riendas, azuza a la vaca caída. La vaca se yergue, aterrada. Camina en zigzag hacia el corral chico.

–¡Dedicate a otra cosa, Harley!– grita Cate, de golpe, y me saca del trance.

Malén se ríe.

–Si es bueno, el pibe– digo yo.

–Es un salame– dice Cate, y echa una mirada rapaz hacia las groupies de la otra grada.

Harley aparta su vaca y sale Martín a auxiliarlo con la tercera.

La competencia termina. La ceremonia de premiación, dice el gordo, se hará luego de una breve pausa.

–¿Te querés quedar?– dice Malén, seria.

–Quedémonos– digo yo.

–Tocan los Gamblers, Malén, dale– interviene Cate –. Va a estar bueno.

En pocos minutos estamos todos bailando. Los Gamblers tocan canciones de Creedence. Bad Moon Rising. Up Around the Bend. Have You Ever Seen The Rain. Se funden las familias amigas con cuarenta pibitos corriendo y saltando por todo el campo con los cocineros de los puestos de asado y cerveza, las paisanas de vestido almidonado con los estancieros de camisa rosada; los escasos turistas con las fans de Sexy Harley. Por primera vez noto las guardas de plata en sus botas, la bombacha de campo ceñida por debajo de su cintura, la faja negra. Baila con las manos sobre la cadera, riéndose. Lo rodean aquellas chicas, sus compañeros de equipo, un hombre que pareciera ser su padre.

El ritmo se acelera, los Gamblers pasan de la melancolía a un rock de Elvis. Giran nuestros cuerpos sobre sus ejes. Me despego de Malén y de Cate y en el remolino de gente me acerco hasta Harley. Harley me da una mano, y la otra, y nos movemos al ritmo de Jailhouse Rock. Sin dejar de bailar, Malén y Cate me miran fijo. No sonríen.

Bailo con Harley hasta que la banda agota su repertorio. El público aplaude y pide otra y nosotros nos escabullimos en la distracción general. Los Gamblers repiten Bad Moon Rising. Harley corre y tira de mi mano.

Es áspera, la corteza de los árboles. Harley me aprieta contra el tronco, una mano sostiene mi cara, la otra trepa sobre mi pierna. Desde un corral de exhibición nos observa un puñado de cabras. Nadie las vigila. Besos ansiosos, una lengua sagaz. La mano de Harley llega hasta mi ingle libre de tatuajes. Sigue. Se escurre por debajo de mi remera. No deja de trepar. Yo me cuelgo a su cuello, mis dedos le revuelven el pelo. Veo a una cabra entrecerrar los ojos.

–Vas a llegar tarde a la ceremonia– le susurro al oído.

–Qué me importa– me dice él antes de besarme con hambre–, si ya sé que no ganamos.

Claro, me digo: es verdad que el equipo de La Ponderosa había apartado dos de las tres vacas en tiempo récord, pero a último momento se les coló, campante e impune, una vaca sucia.

 

 

Melissa Rep se crió en Bariloche, estudió Comunicación Social en La Plata y hoy vive en Berlín.

 
Anterior
Anterior

Haber leído los clásicos de la literatura ¿te hace mejor lector?

Siguiente
Siguiente

Leer es un privilegio de clases