Rezos y flores
El primer recuerdo que tengo de un velorio es el de un tío abuelo por parte de la familia de mi papá. Por más que lo pienso no recuerdo su nombre; Alberto, Ricardo, Juan tal vez.
Sí recuerdo su cara tiesa a través del vidrio, metido en el cajón. Con la Isi nos quisimos acercar para saber qué había adentro. La capilla era un espacio pequeño, de adobe pintado de blanco, y en el fondo la figura de la trinidad: padre, hijo y espíritu santo, inmortalizados en pinturas en la pared, con aureolas doradas en sus cabezas. Nadie nos detuvo. Nos paramos desde nuestras bancas y fuimos a ver el motivo por lo que tanto lloraban. No me causó gran impresión, a ella sí, porque era más tío de ella que mío. Como prima mayor decidí que era mejor ir a jugar afuera y que los grandes siguieran solos con su dolor.
El segundo recuerdo comienza tomando once en la cocina de mi casa de infancia. Llegó la noticia de que el papá de la señora Rosa por fin había partido al cielo. Me acuerdo de ese porfin ¿era bueno que muriera? Mi abuela, la Lela exhaló
—Al fin va a poder descansar ese pobre hombre. Hija, anda a buscar
mi rosario, vamos a acompañar a la familia como corresponde.
Mi mamá fue a buscar lo solicitado y partieron. Yo me quedé con mi hermano hasta que llegara mi papá; éramos los encargados de avisar lo que pasaba. Cuando llegó a la casa, un poco más tarde, nos abrigamos y fuimos al velorio. Antes de llegar nos topamos con varios autos estacionados afuera de la casa de la señora Rosa y bicicletas que estaban apiladas una sobre la otra. Era de noche y se sentía un ambiente de voces bajas y luces de velas. Logramos entrar a la casa, caminamos detrás de mi papá que avanzaba a paso lento, que posaba su brazo sobre los hombros de las personas que se topaba en el camino.
En medio de la sala de estar había un ataúd de madera oscuro, rodeado de adornos florales, pequeños paquetes de conjuntos de flores, perfectamente ordenadas y combinadas. A la cabeza, para mi sorpresa, estaba mi mamá y la Lela, quien con voz fuerte y clara guiaba a un grupo de mujeres que encerraban en un semicírculo a la figura central.
—Dios te salve María, llena eres de gracia, el señor es contigo.
—Santa María, madre de dios….. ¡Amén!
No olvido a la mujer sentada junto a mi mamá, quien sostenía su mano con firmeza. Ella miraba hacia al centro, con sus ojos distantes, hinchados de tanto llorar.
Al día siguiente, en la ceremonia del funeral, quería sentirme parte. Desde ese momento mi preocupación fueron las flores. Cuando llegan flores se van acumulando y acumulando, incluso a veces generan desorden. Me puse como misión ordenarlas y hacer que todas lucieran. También iba recolectando las tarjetas de pésame, las depositaba en un platillo que luego entregaba a la familia. Cuando el féretro es llevado desde la iglesia al cementerio se traslada junto a coronas florales; es de suma importancia que todas las flores se vayan con el cuerpo, pues luego adornan el lugar de la sepultura.
Cuando más flores vi en toda mi experiencia funeraria fue en el funeral de la tía Paty. La cantidad de amor y devoción que le tenían sus vecinos era proporcional a los adornos que llegaron ese día. Había coronas completas de rosas rojas, que al centro tenían su nombre escrito en rosas blancas. Conjuntos de flores azules, margaritas, girasoles, gladiolos, todos hermosamente decorados para decirle adiós.
Esa vez fue necesario que cada uno de los presentes llevara entre dos o tres adornos al cementerio. Era tanta la cantidad, que alcanzaron para decorar las tumbas que estaban junto a ella, formando un camino de colores hasta la entrada. Ese día, en acto de agradecimiento, el cielo envió un poco de agua para poder regar tan magnífico camino.
En cada velorio y funeral con mi mamá y la Lela actuábamos en forma automática. Mi mamá era la encargada de hacer conversación y agrupar a la gente. La Lela guiaba la oración, en sus manos portaba el rosario como fiel compañero, para pedir por el alma de la persona fallecida. Yo, por otro lado, recibía y ubicaba las flores. Juntas guiamos las ceremonias de vecinos y familiares, era un pueblo pequeño, por lo que era común toparnos en más de un funeral. Pero a medida en que fui creciendo también fui perdiendo el sentido. Para el funeral de don Gusta ya no quise ir.
— Vamos saliendo, apúrense, el papá está en el auto…
¿Cómo que no vas? ¿Qué piensas hacer acá sola? Ya vamos, vamos.
— En serio mamá ¿qué tengo que hacer yo en funerales ajenos?
— Eso no se piensa, nosotras vamos a acompañar a la familia, tú lo sabes.
Convencí a mi mamá de no ir, diciendo que tenía muchas tareas pendientes para el colegio. A partir de ahí tomé distancia. Ya no me avisaban cuando fallecía alguien y fue más fácil así. Con el tiempo encontré otras cosas que hacer, como no pensar en la muerte.
Cuando murió la Cau, mi tía abuela, la mayor del clan familiar, fue diferente; esta vez tenía que estar. Partió a la edad de 99 años, todos decían que debería haber llegado a los cien, por último. Yo creo que fue su gran final; no cumplir un siglo para que no pensaran que era vieja.
Al momento de partir tenía su mente clara, al igual que su corazón. Tuvo tres hijos formales, pero en el camino adoptó a varios más, incluida a mi mamá y luego a mí. Al que fuera a su casa le recibía con un bizcocho recién hecho, esponjoso y de un amarillo intenso, por los huevos de sus gallinas.
Usó toda su vida delantales confeccionados por ella misma, azúl marinos, con bolsillos cuadrillé y detalles bordados a mano en la pechera. Cuando bordaba usaba unos lentes grandes que hacía que se le vieran los ojos como bajo dos grandes lupas y tarareaba canciones que ya nadie conoce o recuerda. En el verano le gustaba sentarse bajo los naranjos a tomar la fresca. Yo la acompañaba en silencio. La brisa se sentía ligera pero refrescante, como si hubiera tenido que recorrer muchos kilómetros para llegar a nosotras. Era nuestra rutina del verano, nos sentábamos a contemplar el crecimiento de los nísperos y una que otra vez me contaba una historia.
Ahora, su cuerpo se encuentra en medio de la misma capilla a la que fui tantas veces, rodeada de los mismos rostros que vi al crecer, pero en una versión arrugada y desteñida. La familia está reunida alrededor, nadie canta, mi mamá no reúne a la gente, la Lela no reza. Yo no fui a ver su rostro, ni junté las flores. Ahora soy parte del dolor.
Carla Canales Moya es periodista y cuenta historias. Creció en el campo y ahora vive en la ciudad. Se dedica a la creación de contenido para medios digitales. Le gusta ver películas y mirar por la ventana.