“La lluvia es el comienzo de todo” —María Beatriz González
La lluvia es el comienzo de todo, agucé el oído intentando entender sus palabras. Hace más de quince días que ni siquiera balbuceaba, y de pronto esa frase, nítida, cuyo sentido no comprendí.
Me habían contratado para acompañarlos. Sus hijos me dijeron con sinceridad y algunas lágrimas contenidas, que no tenían más fuerzas para seguir al lado de esos dos ancianos que un día habían sido sus padres. Tras la muerte de Manuela el declive fue rápido y evidente. En especial para ella. Al regresar del funeral anunció que iría a descansar y pidió no ser molestada. No volvió a levantarse, de eso hace ya dos años.
Conocí a Manuela cuando éramos niñas. Debiera decir, creí conocer a Manuela cuando éramos niñas, pero no lo digo, me niego a ese condicional tan lejano a la emoción de una amistad que fue real, lo más real de toda esta historia.
Nuestras casas compartían una pandereta al fondo del patio, habíamos descubierto un pequeño agujero y por él compartíamos regalos que iban urdiendo nuestra relación. La ausencia de rostro era reemplazada por decenas de manzanas, frutos secos, dibujos y pequeñas estatuillas de miga creadas por mí. Manuela me dejó un papel contándome que las coleccionaba en un rincón secreto al que un día me iba a llevar. Yo había aprendido a reproducir flores y animalitos y en mi familia todos aplaudían con orgullo lo que llamaban “mi arte”.
Una tarde me dejó una estatuilla dorada en nuestro rincón secreto. Era una rosa con una perla en el centro y un alfiler para sujetarla en la ropa; estaba dentro de una caja de terciopelo y un papel en el que, con letra torpe estaba escrito mi nombre dentro un corazón muy mal dibujado. Miré por el agujero sin ver a nadie, llamé sin encontrar respuesta y me quedé sentada con la espalda apoyada en el muro hasta que me llamaron a comer.
Un día mi hermana encontró la cajita y se puso muy nerviosa, me dijo que tenía que devolverla, no podía quedarme con ella por ningún motivo.
—Me la regaló Manuela –alegué a mi favor –yo siempre le regalo mis estatuillas y ella las acepta.
—Es distinto –me dijo con tristeza –esta no la hizo ella. Debe ser de su mamá y cuando se den cuenta que no está, se van a enojar mucho, pueden acusarte de ladrona.
¿Ladrona? ¿yo, una ladrona? Me puse a llorar y hasta le pegué a mi hermana gritándole que era una mentirosa, hasta la acusé de ser envidiosa. De pronto se me ocurrió algo, ir a la casa grande me permitiría conocer el rostro de mi mejor amiga. Dejé de pelear y acepté ir.
Yo tenía siete años y no iba a la escuela. Vivíamos lejos de todo y mis padres decían que era suficiente con lo que ellos y mi hermana me enseñaban, después habría tiempo para otros aprendizajes. Eso era bastante cierto, sabía leer y escribir de corrido, también sabía sumar y estaba aprendiendo a multiplicar; incluso me quedaba tiempo para hacer estatuillas y dibujos. Me entretenía jugar con los animales del campo y ayudando en la huerta. No podía decir que estuviera aburrida y mucho menos que no aprendiera, pero estaba siempre en la misma casa, casi nunca veía a otras personas, mucho menos de mi edad. Manuela era la única.
Mi hermana era mayor, había cumplido veintiuno y salía por las mañanas a trabajar. A veces le pedía que me llevara y su respuesta era, infaltablemente la misma,
—Cualquier día de estos me vas a acompañar.
Hasta que ese día llegó, aunque no por las razones que yo esperaba. Poco me importó, estaba feliz al creer que conocería a Manuela.
Antes de salir vi a mi hermana y a nuestra mamá hablando en voz bajita. Al verme se acercó, me tomó de la mano y salimos a la calle. Íbamos a la casa del lado y parecía ser muy lejos, fue algo que me costó entender. Dimos una vuelta enorme, caminamos por un sendero de álamos, parecía que nos alejábamos cada vez más. Yo me sentía emocionada observándolo todo, no me importaba si nos demoráramos en llegar.
—Déjame hablar a mí –dijo mi hermana deteniéndose ante un portón enorme– si te preguntan, di que encontraste la cajita en el patio, que no sabes cómo llegó ahí.
—Eso es mentira, me la regaló Manuela, hasta dibujó un corazón con mi nombre.
—Por favor, María Antonia –En ese momento supe que la cosa iba en serio. Todos me decían Toña o Toñita y solo me llamaban por mi nombre cuando estaban enojados o pasaba algo grave, muy pocas veces en mi vida había sido nombrada María Antonia, esto era definitivamente importante. No me atreví a replicar.
Nuestra casa era grande y tenía mucho terreno, yo me sentía contenta de vivir en ese lugar. Sin embargo, cuando se abrió el portón de la casa vecina me quedé muda. Nunca había visto tantos árboles, flores, fuentes y estatuas escupiendo agua de la boca o de unos jarrones sostenidos por las manos de hombres desnudos o sobre la cabeza de mujeres con túnicas. Mi hermana me empujaba para avanzar por un sendero de piedras que simulaban figuras de animales y plantas y yo no quería avanzar, me sentía fascinada con lo que veía. Detrás de un muro de arbustos, se asomó la casa. Era parecida a los palacios que había visto en los cuentos que leía. Guardo en mi memoria esa primera imagen de una casa que después he conocido tanto, esta misma donde ahora sigo cuidando a dos ancianos decrépitos. Cuesta ajustar esas dos imágenes. La primera es de luz y fantasía, esta, oscura y desolada.
Un hombre abrió la puerta y nos saludó por nuestros nombres. Tan poco sabía yo de la vida, que no me sorprendió ese detalle que, al pasar del tiempo, adquirió tanta importancia. Nos condujo hacia un salón, allí esperamos. Recuerdo cada detalle con una nitidez asombrosa. Quise sentarme en un sillón que parecía de reina y mi hermana no me dejó. Me sostuvo de la mano con fuerza y me dio un golpecito en la espalda enderezándome.
Ahí estábamos las dos, tiesas y de la mano, a la entrada del salón. Mis ojos bailaban de un objeto a otro, queriendo atrapar esas figuras con la misma avidez y curiosidad con que había mirado el parque de la entrada.
Entró una mujer alta, más que mi hermana, eso me sorprendió. No me pareció linda hasta que se sentó en la silla de reina y de sus brazos sonaron unas pulseras imitando al viento, entonces me pareció la mujer más linda que había visto. Nos invitó a sentarnos mientras por la puerta apareció otra mujer con un delantal blanco y un sombrerito en la cabeza que traía una bandeja con jugo y galletitas. Miré a mi hermana y ella hizo un gesto que me alegró, me daba permiso para aceptar lo que nos ofrecían.
Ya sentadas e intentando que no se me cayeran las migas, escuché a la señora, ella preguntaba a qué debía el gusto y a mí me dio una risa que no pude disimular. Ella también se rio y mi hermana, para que yo no hablara, tomó la palabra. En menos de cinco minutos explicó, con elegancia y esa calma que yo admiraba en ella, lo que había ocurrido. Casi todo. La cajita en el patio de nuestra casa junto al muro, mi sorpresa y alegría por encontrar un tesoro y la desilusión al saber que debía devolverlo, ese tesoro no era para mí. La señora escuchó en silencio y en silencio estiró la mano para recibir la cajita y mirar en su interior. Su rostro se transformó, en un instante su boca había empequeñecido y sus ojos se agrandaron, se veía muy fea. Seguía en silencio y mi hermana me sujetaba fuertemente la mano, para mantenerme quieta. Yo había empezado a moverme, desentendida de la cara de la señora, inquieta porque había escuchado voces de niños fuera del salón y tenía la ilusión de ver aparecer a Manuela. Nada de eso ocurrió. Las voces se alejaron y la voz severa de la señora me trajo de vuelta al salón.
—Muchas gracias por devolver lo que no les pertenece. Si bien no es una joya valiosa, le tengo especial afecto –volvió a cerrar la boca de esa manera extraña que le hacía desaparecer los labios y parecerse a la tortuga que aparecía cada verano junto al muro. —Es un recuerdo de mi padre. Me la regaló durante un viaje a Europa, cuando yo era niña.
Volvió a callar y su rostro a recuperar los rasgos de cuando entró por esa puerta que yo no dejaba de mirar esperando ver aparecer a mi amiga. Mi hermana, siempre calmada, se levantó para decir que, lamentando el inconveniente, le alegraba que se resolviera con premura.
Nos despedimos con una ligera reverencia y cuando salimos al parque-jardín había comenzado a llover. Parecía ser de noche y eran las once de la mañana. Al llegar al portón, encontramos al mismo señor que nos había abierto la puerta, esta vez protegido por un paraguas y con otro en la mano, que nos ofreció. Me pareció que sonreía, se lo comenté a mi hermana y ella me dijo que eran tonterías mías, no había razón para que el mozo nos sonriera. Faltaban años para conocer sus razones. En ese momento no lo pensé más.
Solo me importaba saber de Manuela. Quería saber si entre las voces de la casa habíamos escuchado la de ella.
—No –fue la única respuesta de mi hermana que me volvió a sujetar la mano con fuerza y apuró el paso.
La lluvia se volvió tormenta. Eso no era extraño, pasábamos casi todo el año bajo la lluvia. Cada día yo aprovechaba los claros de sol para para jugar en el patio, ese que por muchos días me pareció pequeño y feo hasta que volví a encontrar un regalo de Manuela y otra vez mi jardín se volvió hermoso.
Era un sobre con mi nombre escrito con letras grandes y en colores. Adentro había una postal con la imagen de un velero navegando y un hombre joven bronceado vestido de blanco. En el reverso estaba pintado un corazón y los nombres de las dos. Me sentí feliz y al mismo tiempo temí que lo descubrieran y me obligaran a devolverlo. Esta vez no podía pasar lo mismo.
Y no pasó.
Cuando cumplí diez años mis padres me organizaron una fiesta.
Por primera vez celebraría mi cumpleaños con otras personas. Eso era porque ya había empezado a ir la escuela. Mi papá, que ahora tenía auto, me llevaba muy temprano hasta Panguipulli y en la tarde regresaba en un bus de la escuela que me dejaba a unos quince minutos de camino a casa. Muchas veces mi mamá salía a buscarme, y si no podía, no importaba. Me entretenía conversando con los duendes de los árboles.
Esa nueva vida me gustaba. En mis pocos tiempos libres, iba al muro a dejar algún regalo y a esperar el mío. Pocas veces coincidíamos con Manuela, y cuando ese milagro ocurría, ella no me hablaba, solo alargaba su mano por el agujero para que yo la tomara. Era un brazo delgado y suave, muy distinto al mío que apenas cabía por nuestro escondite. Me gustaba acariciarla y algunas veces me atreví a besar esos dedos afilados y resbalosos de tanta suavidad. Teníamos un lenguaje secreto, yo le hacía preguntas y ella me respondía con movimientos de sus manos. Había entendido que a ella no la dejaban jugar conmigo, por eso nos comunicábamos en silencio. Una vez se acercó al agujero y logré ver un par ojos de azul intenso y pestañas oscuras. Imaginé un rostro hermoso. En mi fantasía era como Blanca Nieves. El bosque que había entre mi casa y el paradero del bus de la escuela se me antojaba el lugar donde vivían la princesa y los enanos. Entonces yo jugaba a que Manuela estaba escondida con ellos, huyendo de la bruja mala que era su madre de boca pequeña y ojos de sapo. Nunca me atreví a contárselo.
No entendía por qué no me dejaban invitarla a mi fiesta de cumpleaños. Me habían dicho que podía escoger a diez amigas, una por cada año que cumplía, y para mí ella era la más importante. Lloré, grité y cuando dije que no quería ninguna fiesta, mi mamá, sentándome sobre sus piernas, dijo:
—Toñita, hija, Manuela no puede salir de su casa.
Esa tarde supe la verdad, una parte de la verdad. Había nacido con una enfermedad que hacía que sus extremidades fueran como gelatinas, no tenía músculos y no podía caminar. Por si fuera poco, tampoco podía hablar normalmente, solo emitía algunas palabras o sonidos para hacerse entender.
Yo estaba muy confundida. ¿Cómo iba a verme, cómo llegaba hasta nuestro lugar secreto, cómo hacía los dibujos que me seguía regalando? Si entendí por qué su brazo era tan delgado y suave. Lloré mucho y mientras lloraba mi mamá me consolaba diciendo que yo era muy importante para Manuela, tenía que seguir visitándola con mis regalos; yo era su única amiga y así sería para siempre.
A Manuela no le conté de la fiesta, no quería entristecerla. Pero le llevé de regalo el cintillo de piedritas de colores con el que me habían coronado.
Cuando cumplí quince años, mi papá nos invitó a Valdivia, a la ciudad. Por primera vez iríamos los cuatro. Yo no había ido nunca. Estábamos listos para salir, cuando sonó el teléfono y mi papá respondió. Llamaban de la casa grande, así le decíamos a la casa de Manuela, y nos pedían que compráramos unos remedios en la ciudad. Tuvimos que ir a buscar una receta y el dinero. Mientras esperábamos a mi hermana, me entretenía mirando entre las rejas cuando vi pasar una silla de ruedas arrastrada por una mujer de delantal blanco. Asomé tanto la cabeza que después me costó sacarla de la reja. Ni siquiera así logré ver a la persona que estaba en la silla. No sé de dónde saqué valentía y grité ¡Manuela!, soy yo, la Toña.
Juro que me escuchó. Vi cómo levantaba una mano mientras un pelo largo y rubio acompañaba ese movimiento. También vi cómo la mujer de delantal blanco apuraba la silla hasta entrarla a la casa. Fue lo más cerca que estuve de ver su rostro.
***
No tuve pololos en el liceo. Mis compañeras de curso tuvieron desde los catorce y hablaban de ellos como si fuera lo único que existiera en el planeta. Cuando nos graduamos, se organizó una gran fiesta en el club social y mi mamá me compró un vestido con escote y vuelos en las mangas. Me sentí bonita. Y seguro que lo estaba porque bailé toda la tarde con Fabián, el hijo del alcalde. Él era guapo y a todas les gustaba. A fines del verano empezamos a pololear y dos años después nos casamos. La Toñita, quién lo iba a decir, comentaban mis compañeras entre sorprendidas y envidiosas.
Fabián no quiso seguir la carrera política de los hombres de su familia. Había estudiado en un liceo comercial y quería distanciarse de sus parientes. Me propuso iniciar una nueva vida en Valdivia. Con el tiempo entendí que las ideas de mi marido eran en todo distintas a las de los hombres con los que había crecido. Sabía que rebelarse a la autoridad paterna sería una pérdida de tiempo, por eso prefirió alejarse.
Cuando me lo propuso, recordé ese viaje para mi cumpleaños y pensé que era buena idea. La ciudad me había parecido hermosa, con tantas tiendas y cafeterías. Lamentaba dejar a Manuela. Ella estaba al tanto de mi vida, del pololeo, del noviazgo y del matrimonio. En cada una de esas etapas, le había prometido que, aunque me casara, no iba a dejarla. Le había mentido. Irme a Valdivia era abandonarla.
Comencé a ir al muro todas las tardes, no quería partir sin antes despedirme. Manuela no aparecía. Le dejaba pequeños obsequios que al día siguiente continuaban en el mismo lugar. Por esos días, ya me había enterado de que mi hermana trabajaba en la casa grande, pero me faltaba saber por qué me lo habían ocultado por tanto tiempo. Ella llevaba las cuentas de la familia. Como era buena para los números y muy ordenada, tenía unos cuadernos en los que anotaba los ingresos y los gastos. Ese había su trabajo desde los catorce años. Fue impactante enterarme que, cuando salía “a trabajar” iba a la casa grande. Cuando estaba en el liceo, realizaba esa tarea por las tardes, después comenzó a ir por las mañanas y a ayudar con otras tareas de la administración de la casa, incluso a hacer trámites bancarios en Panguipulli o en Valdivia. Con el tiempo, se había vuelto indispensable para los padres de Manuela. Por eso me atreví a preguntarle qué pasaba, si acaso Manuela estaba enferma o enojada conmigo.
—Este invierno se debilitó mucho –fue su respuesta –la humedad del jardín afectó sus pulmones y está en una pieza que mantienen con chimenea día y noche. No será fácil que la veas.
Decidí escribirle. Le expliqué de la mejor manera lo que estaba pasando, y las razones para irme. Le prometí de corazón que jamás la iba a olvidar y que le haría llegar un regalo o una carta cada vez que pudiera
Cumplí. En cada viaje de visita a mis padres le llevaba alguna figura de las que ahora hacía en cerámica o madera. En verano las dejaba en nuestro escondite y en invierno volvía a suplicarle a mi hermana que se las entregara. También recibí regalitos de ella, algunos dibujos dejados en el muro y una vez, una única vez, un libro traído por mi hermana con una dedicatoria en que mi nombre estaba escrito con seis colores distintos, uno para cada letra, Toñita. Era de poesía, Azul, de Rubén Darío. Quise saber cómo lo había obtenido, quién la había ayudado.
Mi hermana no me supo responder. A Manuela la mantenían alejada de cualquiera que no fuera de la familia, con la única excepción de la enfermera vestida de blanco. No tenía duda, esa mujer había sido nuestra cómplice desde que nos conocimos cuando pequeñas. Eso me hablaba de un corazón generoso que comprendía la importancia de que Manuela tuviese una amiga.
Quise probar suerte enviándole un libro de poesía, uno de Rimas de Gustavo Adolfo Bécquer. Esa tarde, lluviosa y más oscura de lo que hubiese esperado, mi hermana llegó muy triste de la casa grande.
Entonces yo estaba pronta a cumplir treinta años y era madre de dos niñas. Esa tarde se sacudieron los velos en los que se había construido mi vida.
Las manos atrofiadas de Manuela no podían abrir el paquete. Quiso el azar que, en el momento en que la enfermera abría el regalo, pasara por ahí el mozo de la casa, un hombre mayor que al ver el libro se detuvo a preguntar cómo había llegado hasta allí. No era común ver a Manuela recibiendo regalos. Fue tal su insistencia en saberlo que, finalmente, la cuidadora le dijo la verdad, que yo se lo había enviado por intermedio de mi hermana. ¿Qué daño podía haber?, me preguntaba y me pregunto, en que una mujer enferma y enclaustrada recibiera un regalo de su única amiga.
El mozo no pensó lo mismo y cuando, esa tarde, mi hermana salía de la casa, fue hacia el portón para abordarla, acusándola de inconsciente, irresponsable e insensata.
Me lo contó llorando. No era común verla llorar. Ella siempre mantenía la calma, era una persona tranquila y mesurada. Por eso sus lágrimas dolían más. Me habló con una tristeza desconocida y en ese momento supe que escondía penas más profundas.
Me llevó hacia el muro, a un rincón en el que, hasta entonces, yo no había reparado. Estaba en el extremo izquierdo, cerca de la huerta, escondido por una enredadera. Despejó las ramas y entonces pude ver un agujero similar al que teníamos con Manuela, éste estaba enrejado.
—Hace años estuvo abierto –Comenzó a hablar. Ya no lloraba, pero su voz sonaba diferente. Parecía que se hubiese trasladado a otro tiempo y su voz llegara de lejos, de muy lejos.
Comenzó a caer una lluvia fina, de esas que resbalan por el cuerpo sin alcanzar a mojar. No nos movimos. Estábamos frente a frente junto a una pared tapizada en buganvilias, madreselvas y hiedras. Yo era ligeramente más alta y en sus ojos adiviné una mirada que reflejaba respeto. Nunca me había mirado así, en ese gesto había distancia y algo que más tarde identifiqué como culpa, ¿o disculpa?
Esa tarde me enteré que, cuando niña, en el tiempo cuando esa ventanita en el muro no tenía rejas, mi hermana y la hermana mayor de Manuela, casi de la misma edad, se pasaban de una casa a otra con libertad sin que nadie se opusiera. Eran tan amigas que almorzaban o cenaban en cualquiera de las casas y hasta dormían juntas. Mi hermana, estudiosa y buena alumna, ayudaba en las tareas a su amiga, más remolona y desinteresada en las tareas.
Todo cambió cuando llegó Eusebio. Ese era el nombre del mozo, a quien hasta ahora había oído nombrar como don Euso.
Era un muchacho joven, alto, venía de más al sur, de una familia de alemanes que, después de fracasar en los negocios, se vieron obligados a enviar a trabajar a sus hijos. A Eusebio le tocó tener que servir en esa casa. Tan bien le fue que, treinta años después, seguía allí, como gran señor y hombre de confianza de la familia.
Nadie supo que el muchachito espiaba los juegos de las niñas. Las miraba jugar y siempre tenía una palabra amable para ellas. Al paso de los meses, los tres eran amigos y cuando cruzó el agujero para encontrarse con mi hermana, ella se alegró. No pasó mucho tiempo antes que ella le creyera sus promesas: se casarían cuando cumplieran dieciocho y tendrían su propia casa. No tenían para que irse lejos, él podría seguir trabajando en la casa grande, allí tenía un buen sueldo y se sentía a gusto.
Cuando mi hermana cumplió catorce años, Eusebio le regaló un libro, Rimas y Poemas de Gustavo Adolfo Bécquer. Ella se durmió abrazada con el libro abierto en un poema en el que Euso había dibujado un corazón con sus nombres. Eso ocurría en invierno, en días largos y lluviosos en los que era difícil jugar junto al muro y debían permanecer mucho tiempo dentro de las casas.
Un día, la familia de la casa grande fue a Valdivia a una fiesta familiar, invitaron a mi hermana y ella no quiso ir. Eusebio le había dejado una carta invitándola a que se quedaran solos en la casa.
—Así fueron las cosas –dijo con esa voz nueva, irreconocible para mí –nueve meses después naciste tú.
Guardé silencio. ¿Qué podía decir? Estaba frente a mi madre.
Durante días no supe qué hacer, ni con quien hablar. Sentía vergüenza y a la vez me decía que era ridículo, ¿de qué me podía avergonzar? Nada de lo ocurrido pasaba por alguna decisión mía.
Una noche, mientras acostaba a mis hijas, la mayor me preguntó cuando iríamos a ver a la abuela. Me sorprendió el cinismo con el que le pregunté: ¿a cuál de todas? Lo dije y me avergoncé al decirlo. No podía permitir que la vida de mi familia se viera perturbada por la mentira en la que yo había vivido. Decidí callar y dejar que la vida siguiera tal como había sido hasta unas semanas atrás. Recuperé mi buen ánimo y el fin de semana visitamos a los padres de mi madre, los abuelos de mis hijas.
—Manuela está muy débil.
Fue mi madre, bueno, mi abuela, quien lo dijo. Me armé de valor y decidí ir a visitarla. Como siempre, don Euso abrió la puerta.
—No señorita, Manuela no recibe visitas.
Lo miré con odio. Lo obligué a devolverme la mirada. La suya estaba inquieta, la mía mantenía la fuerza y la rabia acumulada durante esas largas semanas desde que sabía que él era mi padre. Debo haberle traspasado esas emociones porque cuando insistí en entrar a la casa, titubeó.
—Sólo si su enfermera me lo impide. –afirmé –Usted no tiene derecho a prohibirme nada. Déjeme entrar, o grito.
Entré.
El olor a humedad impregnaba el pasillo. Todas las puertas estaban cerradas y ninguna acusaba presencia humana. Igual a aquella mañana, hace más de veinte años, igual que hace unos meses, cuando me pidieron cuidar a los viejos. Esta última vez, había pasado mucho tiempo y pensé que sería diferente. Me equivoqué. Entré y volví a sentir el mismo olor, el mismo silencio, la misma soledad.
No alcancé a ver a Manuela. Un grito agudo golpeó las paredes de los pasillos. Tras el grito, una silueta de mujer pareció traspasar la muralla desde una de las habitaciones. La vergüenza me ganó y salí corriendo hacia el jardín. En menos de un minuto una cortina de agua me envolvía impidiéndome avanzar hacia la puerta.
El funeral fue tan solitario como su vida. No había parado de llover en los últimos tres días, y el puñado de personas que la acompañamos desapareció antes que su féretro bajo la tierra.
Por primera vez escucho que él la menciona. La lluvia es el comienzo de todo, repite, y con una voz más nítida, pregunta, ¿eres tú, Manuela? Tomo su mano, la acaricio apenas. Pienso en las manitos atrofiadas de mi amiga, que no habrían podido acariciarlo. No hablo. Siento cómo late mi corazón a la espera de seguir escuchando. Nada. Aprieta mi mano, una lágrima cae entre los surcos de su rostro. Pasos en la escalera, escalofrío, en esta casa solo estamos los viejos y yo.
—¿Te asusté?
Es su hijo mayor, el mismo que hace unos meses me contrató. Quiere saber cómo estoy, si necesito relevo, qué dicen los médicos. De pronto parece acordarse de sus padres y de la cuidadora que está con ellos. Le respondo en tono amable. Tengo un plan y no puedo traicionarme.
He tenido tiempo para pensar. Esta es la noche que esperé.
Después de asegurarme que los viejos duermen, le pregunto si quiere cenar conmigo. Acepta. Le hablo como a él le gusta, con respeto y distancia. Me tomo el tiempo necesario para explicarle el estado de salud de cada uno. No, le digo, tu mamá no habla ni se mueve, tampoco se queja, se deja hacer y de tarde en tarde sonríe.
—¿Será su modo de agradecer? –me pregunta, y no me atrevo a decir que ella no agradece, está en otra esfera y vaya uno a saber a quién o de qué sonríe.
—Tu padre está atento a todo.
Cambio de tema, le cuento que cada tarde le leo poemas. Miro la botella y compruebo que ha tomado más de la mitad. Le sirvo otra copa y en un tono distraído le comento que hay un libro de Rubén Darío que al viejo le gusta mucho.
—¿Cómo sabes que le gusta? –Se mueve en la silla, incómodo. Apura la copa y vacía la botella.
—Porque mueve los labios al compás de la lectura. Como si conociera cada poema.
—¿Tomarías una copa? –me pregunta abriendo otra botella.
—Un poco, gracias.
—Huele a lluvia.
Como siempre, me digo, aquí llueve trescientos días al año. Si viniera, no lo habría olvidado. Escucho ruido en la habitación del viejo. Subo la escalera y alcanzo a sujetarlo antes que se caiga de la cama. Se va a morir, pienso, y su hijo no me habrá contado nada.
De regreso en la cocina, miento. Digo que subí por costumbre, a cerciorarme que los dos duermen tranquilos. Él no escuchó nada, el vino está funcionando.
—Mi papá nos leía poesía por las noches. Le gustaba que nos sentáramos cerca de la chimenea, y entre ese crepitar y el sonido del agua, su voz se hacía sentir con fuerza. Después no leyó más. –Se queda en silencio. No lo interrumpo. Estamos llegando, lo sé. Hago como si tomara vino, relleno las copas. –Nunca más nada. –dice en un suspiro.
Fue necesaria una tercera botella hasta que la lluvia cayera como aquella noche.
–Estábamos durmiendo cuando sentimos los gritos. Era la mamá y ella no era de andar gritando ni quejándose. Mis hermanos y yo llegamos a la pieza de los papás, nos echaron rapidito, que no esto no era cosa de niños, nos dijeron. Nos llevaron a la cocina a tomar chocolate caliente. Los gritos se seguían escuchando y los tres estábamos asustados. Llegaron autos en medio de la noche y unas mujeres que no conocíamos corrían por la cocina buscando agua y pidiendo toallas. Pasó mucho rato, yo no sé cuánto, nadie nos decía nada hasta que mi hermana se arrancó de la cocina y cuando volvió lloraba mucho. Así supimos que la hermanita había nacido y que podía morir, también la mamá, eso dijo mi hermana. Nos dormimos abrazados en una cama, cansados de llorar. Por la mañana la mamá y la hermanita no estaban, el papá tampoco. Pasaron muchos días antes de saber que la tragedia era peor a la muerte, esas fueron sus palabras. La mamá se recuperaría, era cosa de tiempo, la niña no. Debíamos decir que había muerto en el parto, sería un secreto de familia.
—Uno más. –dijo mientras se dirigía a la puerta desde dónde me miró con esa tristeza que yo había conocido en el rostro de mi hermana.
María Beatriz González Fulle es profesora de Filosofía. Ejerció la docencia y se especializó en educación rural y educación artística. Actualmente incursiona en la escritura, y con fondos Mincap 2024 está terminando la novela “A la sombra del ulmo”. Vive en Quilpué.