A propósito del cuento “El León y el Hombre” de Manuel Rojas

(de Travesía 1934)

 

El León viejo contestó:

—No es tan grande, hijo, pero es más ardiloso que todos, y se llama el Hombre. No te daré nunca permiso, mientras viva, para que vayas a pelear con él.

Insistió el León joven, pero el viejo se mantuvo inflexible. Mientras él viviera no le consentiría alejarse de su lado y mucho menos para ir a pelear con el Hombre. Y quieras que no, el cachorro tuvo que quedarse refunfuñando y afilándose las uñas.

Pero el León viejo estaba muy enfermo y a los dos días murió. 

Esto avivó en el León joven el deseo de ir a medir sus fuerzas con aquel animal extraordinario, de cuya figura y de cuya inteligencia, a pesar de los relatos de su padre, no tenía la menor idea.

Después de llorarlo fue a buscar unas ramas y lo tapó cuidadosamente, velándolo durante todo ese día y su noche, y al día siguiente, apenas amaneció, dijo:

—Ahora sí que no me quedo sin pelear con el Hombre.

Y salió cordillera abajo, a buscarlo


A fines del año 2019, mi hermano, herrador, investigador de letras y quien más conoce mis gustos literarios, me regaló los Cuentos completos de Manuel Rojas (2017, PRHGE). Desde niño fui lector de poesía, algo con lo que crecí también gracias a mi hermano. Siento una profunda atracción a la disposición subjetiva de palabras, que al ser leídas, constituyen imágenes incluso más nítidas y emocionalmente agudas que la realidad que nuestra mirada nos logra entregar. En Rojas descubrí una perfección narrativa, en donde un barrido de lo que su mirada alguna vez registró es descrito detalladamente, como una verdadera fotografía en movimiento. En sus relatos encontré su vida, su experiencia, su mirada y su memoria, lo que me llevó también a encontrar la mía.

En esta oportunidad, hurgaré en mi memoria a través de “El León y el Hombre”, cuento que narra la maravillosa vida de un puma, quien luego de que el Hombre diera muerte a su pareja, decide criar a su cachorro totalmente alejado del humano. Hasta que ese encuentro prohibido se vuelve ineludible.

 

Tengo en mi memoria de infancia campesina muchos recuerdos respecto al hombre del que habla Rojas en este cuento. Recuerdo un verano en que mi abuelo me despertó temprano y me dijo: 

— Ven, vamos a hacer algo para engordar unos animales y poder venderlos en la feria pa ganar plata 

Me llevó a un potrero dentro de las ruinas de un antiguo molino que se había incendiado hace muchos años, un potrero delimitado por altos muros de ladrillos de adobe que parecían venirse abajo en cualquier momento. En esas ruinas, había entre diez y quince novillos alimentándose tranquilamente de fardos desperdigados. El suelo era de tierra y cerca de sus comederos había barro; mezcla de agua, guano y orina de los mismos animales. Al momento en que mi abuelo, el Hombre, entró a este potrero, uno de sus trabajadores dio una seña a otro y juntos empezaron a corretear los novillos agitando sus lazos para pronto extenderlos al vuelo y dejarlos caer, uno sobre los cachos de un novillo y el otro por debajo de las patas del animal, volteando a este al momento de apigualar, es decir, de tensar el lazo. Una vez que el animal se encontraba echado sobre sus costillas, lo manearon de sus manos con otra soga, pasando ambos lazos que amarraban manos y patas por unos postes. Tensaban fuertemente para hacer que el novillo extendiera sus cuatro extremidades, por supuesto, sin entender este nada de lo que ocurría. En ese momento, el veterinario, un señor bastante bajo y bien relleno, hábilmente abrió con un bisturí el escroto del animal para proceder, acto seguido, a cortar los testículos y anudar los conductos, finiquitando esta operación con un spray desinfectante que dejaba esa zona de un color morado y un ardor y molestia en el animal que yo podía intuir al apreciar su respiración y los intentos inútiles de aquel hermoso novillo colorado por liberarse. 

A un costado de esa operación, en el quirófano de tierra, había una fogata en donde se calentaban, sobre las brasas, una marca de fierro; una letra c que al llegar al rojo vivo la tomó desde su mango de madera uno de los muchachos y presionó con esta el muslo del animal, generando un humo resultado de la quema de pelos y piel del bovino, que con un llanto bramido trataba, de algún modo, de implorar que no le hicieran eso, por favor.

En ese momento, miro a mi abuelo que sonreía con cierta satisfacción al observar el trabajo tan bien coordinado, y me dice: 

— No les duele, no sienten nada.

En el transcurrir de la mañana, pude observar un balde que se fue llenando de testículos, un balde lleno de criadillas que serían el festín del almuerzo al día siguiente, festín del que no quise participar, festín en el que escuchaba frases como: 

— No te imaginas lo que te estás perdiendo. Con esta comida no te entran balas. Bueno, menos boca, más nos toca.


 

Avanzó con el vientre pegado a la tierra y cuando estuvo cerca del Caballo, que pacía tranquilo y despreocupado, se irguió repentinamente y gritó:

—¿Tú eres el Hombre?

Al oír esa voz gruesa y desacostumbrada, el Caballo dio un respingo, asustado. Aunque hacía años que no veía un León, recordaba perfectamente qué clase de compadre era, y contestó con rapidez:

—Yo no soy el Hombre, señor.

—¿Quién es el Hombre, entonces?

El Caballo, al ver que el León no pretendía nada contra él, contestó, cachazudo y dolido:

            -El Hombre, señor, está más abajo y es un animal muy malo y muy guapo. A mí me tiene bien dado, y porque no me la quería dar me metió unos fierros en la boca, me amarró con unos coreones, y con otros fierros clavadores que se puso en los talones se me subió encima y me agarró a pencazos y puyazos por las costillas, hasta que tuve que hacer su voluntad y llevarlo para donde se le antojaba y después me mandó a estos rincones, en donde casi me muero de hambre.

—¿Para qué eres leso? -dijo despectivamente el León-.
Yo voy a buscar al Hombre a ver si es capaz de pelear conmigo.


Una de mis rutinas favoritas de aquellos veranos era salir al alba para andar a caballo. Con un lazo agarraba al más manso, era fácil, lo amarraba a un varón y le pasaba la rasqueta para sacarle el polvo, algo que yo disfrutaba mucho y suponía que aquella bestia también. Luego con el cepillo hacía un delicado repaso de ese aseo previo, hasta que notaba los primeros rayos del sol reflejarse en el pelaje, ya reluciente para mí, del que sería mi corcel por aquel día. Lo ensillaba tal cual mi padre y mi hermano me habían enseñado, paso a paso; primero el paño sudadero sobre el lomo, luego el pelero justo detrás de la cruz y encima de este la montura. Amarraba la primera cincha y luego el cinchón, para apretar después progresivamente ambas barrigueras. Una vez que lograba introducir amablemente el bocado o freno en la boca del Agüacero, fijaba con un nudo el cuero que daba amarre a la cabezada y las riendas. Después de este ritual, me ponía las botas, las espuelas, las pierneras, la manta y mi chupalla. 

Equipado con mi atuendo, me montaba en el pingo y al tranco, porque “nunca se sale galopando, eso es lo que hacen quienes no saben andar de a caballo”, diría mi padre. Salía de la casa patronal para adentrarme en la aventura de los caminos aledaños que me llevarían a disfrutar, al compás del sonido de los cascos que emitía mi caballo en cada paso, de los paisajes que con cariño recuerdo hasta el día de hoy. Atravesábamos riachuelos donde le soltaba las riendas para que pudiera beber a gusto y seguíamos por aquellos parajes en los que, de vez en cuando, algún anciano me saludaba sonriente y, casi emocionado, como si yo hubiese estado honrando algún tipo de tradición al pasear sobre esa bestia con mi vestimenta clásica, me decía con un cantito:

— ¡Buen día iñor! E’h lindo vere a la ju’entú así, ya casi no se ve, lo’h tiempo’han cambiáo, ya ni pescan. Que le vaiga bonitou!

Se lograba identificar un brillo nostálgico en sus ojos azules, en el gesto de su cara, arrugada y quemada piel, huella de la tierra y su labranza. 

Yo iba en busca de los potreros más alejados a pasar tardes enteras. Ocupaba mi tiempo simplemente en contemplar o leer algún libro, comiendo las manzanas que quedaban en los árboles, descartadas de la cosecha por su pequeño calibre. 

La imponente cordillera siempre de fondo, observándolo todo en aquel valle.

Entrada la tarde, volvía junto al arreo de las vacas y sus terneros, que permitían en esta ruta que yo los acariciara como si fuese uno más del piño. Quedaban animales y bestias listos para pasar la noche en los corrales más cercanos a la casa. 

Siempre me ha parecido el caballo una bestia de extrema nobleza, belleza y fuerza. Cada vez que los veo sueltos, revolcándose en la tierra para sacarse esa sensación de montura que les queda al ser desensillados y luego correr libres saltando a metros de altura, pateando y relinchando, me pregunto por qué nos permiten pasear tranquilamente sobre sus lomos.


 

Siguió andando y poco más allá, detrás de una pirca, vio el lomo de un Buey, con sus cuernos. «Ese es el Hombre», pensó. «¿Y qué grandes son las uñas que tiene!... Pero las tiene en la cabeza, mientras que yo las tengo en las manos. A ver si es el Hombre». De un salto se encaramó sobre la pirca.

—¿Tú eres el Hombre? -gritó al Buey.

El Buey se puso a temblar, más muerto que vivo, y sacando la voz como pudo contestó:

—Yo no soy el Hombre, señorcito. El Hombre vive más abajo. 

Pero el León no le creyó. 

—Me quieres engañar diciendo que no eres tú porque estás itando de cobardía. ¿ Te animas a pelear conmigo? ¿Para qué ese querpo tan regrande y esos armamentos que tienes en la cabeza sino para ganársela a los que no son guapos como yo? ¡Ponle altiro si quieres!

Y el Buey, viendo que no podría huir del León ni hacerle frente, respondió casi llorando de miedo:

—¡No, señorcito, por Dios! Si yo no soy peleador ni guapo. Ya ve que el Hombre me tiene bien amansado y que cuando yo estaba toruno y me le quise sublevar me echó unos lazos, me tiró al suelo y me marcó el pellejo con un hierro caliente que todavía me escuece. ¿No ve, su señoría, aquí en las ancas...? Y me hizo otras cosas, bien peores, que me dan vergüenza... Después me puso el yugo y a picanazos me hizo tirar la carreta. Y aquí estoy, señor, padeciendo hasta que al Hombre se le ocurra matarme para comerme...


La cocina de la casa del campo de mis abuelos era una cocina oscura con una ventana en lo alto, casi pegada al techo, ventana llena de una grasa que no permitía que la luz del sol la limpiara. Tenía grandes y antiguas alacenas de madera pintadas de azul, con muchos cajones de distintos tamaños y pequeñas puertas con mallas metálicas que permitían ver los vasos, las tazas y platos, la loza y distintos objetos de cocina que guardaban en su interior. Nos contaban que antiguamente dejaban ahí la comida y esas mallas impedían que se llenara de moscas. 

No recuerdo bien qué hora era. Yo buscaba silenciosamente un trozo de pan, seguramente duro, tenía hambre, pero temía ser pillado por mi abuelo, quién, a pesar de ser un hombre adinerado, siempre me descubría en ese acto y me asustaba diciendo: 

— ¡Qué estás haciendo ahí pajarraco, deja pan para mañana!

Ahora pienso: ¿qué le habrá molestado? ¿El que yo sacara pan o el que yo anduviera intruseando por ahí cuando no había nadie? ¿En qué andaría él que estaba alerta de ruidos tan pequeños como el de un niño que sigilosamente va a la cocina por un mísero pedazo de pan de ayer?

Ahora pienso: ¿qué le habrá molestado? ¿El que yo sacara pan o el que yo anduviera intruseando por ahí cuando no había nadie? ¿En qué andaría él que estaba alerta de ruidos tan pequeños como el de un niño que sigilosamente va a la cocina por un mísero pedazo de pan de ayer?

Todo ese lugar tenía una energía oscura, la de una familia con aires de aristocracia, pero, en realidad, la mayoría de sus miembros eran tremendamente vulgares y codiciosos. Aunque trataran de parecer elegantes, de hablar de alta cultura, música docta y buen vino, desde muy niño pude identificar su bajeza, su falta de empatía, sus envidias, sus ambiciosas y perversas mentalidades disfrazadas de falso entusiasmo de congregación familiar. La familia del patriarca, la familia del Hombre que domina el valle.


 

—¡Bah! -dijo el León, al verlo-. ¡Qué raro es el Hombre!
No anda con la cabeza agachada, como todos nosotros... Y echa humito! ¿Cómo comerá? Anda echado para atrás. ¡Bah! Yo también me siento en las patas para pelear con las manos libres. Qué gran ventaja me llevará?

Poco a poco el Hombre acercose al León. Era un labrador delgado, de bigotes, pálido, de aire tranquilo y reposado, vestido con liviana ropa campesina y calzado de ojotas. Nada había en él de temible ni de feroz y la fiera no habría necesitado gran esfuerzo para acabar con él. El León estaba sorprendido y miraba fijamente al Hombre, que a su vez miraba al León.

Estaban frente a frente el rey de la montaña y el rey del vale.

—¿Tú eres el Hombre? -interrogó el León.

—Yo soy el Hombre -contestó el labrador tranquilamente.

—A pelear contigo vengo para saber cuál es el más guapo en el mundo.

—Bueno -dijo sonriendo el Hombre-. Pero para que yo pelee contigo tienes que sacarme rabia. Rétame tú primero y después te contesto yo.


El Hombre, mi abuelo, siempre trató muy mal a las mujeres, a sus nueras, en especial a mi madre. Mi madre en los veranos se hacía cargo de las cosechas de cerezas y duraznos que mi padre había plantado en su parcela. Al principio dormía en una de las piezas que estaba al interior de la casa patronal, hasta que un día llegó y la encontró con candado; la hermana menor de mi padre, Beatriz, la había reclamado para ella. Decidió entonces convertir una bodega infecta contigua a la casa en su pieza, lo que sería nuestra pieza. Por más que la embelleció y yo me sentía cómodo cuando la acompañaba en sus jornadas de verano, nunca olvidaré los ratones que corrían en el techo. Mi madre se reía y me decía:

— Ya están jugando a las carreras.  

Yo lo encontraba divertido y lograba conciliar el sueño feliz, imaginando unos ratones con trajes deportivos o como jinetes de la hípica.

Cuando mi madre se quedaba sola en esa pieza al exterior de la casa, nueva envidia de las hermanas de mi padre, mi abuelo por las noches trancaba las puertas de la casa por dentro, no permitiéndole la entrada. Por suerte nunca le pasó nada malo en esas noches, porque ni a comer un trozo de pan añejo podría haber accedido si hubiese tenido hambre. Supongo habrá tenido alguna galletita y agua para pasar esas horas nocturnas en compañía de sus simpáticos amigos roedores que jugueteaban en el entretecho. 

Este Hombre a quien describo, este abuelo, este patrón de fundo, me enteraría yo años después de su muerte, abusó de casi todas sus nietas. Como si participara de una cofradía con leyes extrañas, una especie de derecho sanguíneo con el cual hubiese tenido la facultad de violar a todas las mujeres de su casta.


 

 —¡Asesino que mataste a mi madre! ¡Ladrón, que le robaste el mundo a mi padre! ¡Abusador, que abusas con los que no son capaces de peear contigo! Cobarde, que te vales de trampas para pelear! ¡Salteador! ¿Bandido!… Ya está, ya te insulté. Ahora, si eres  capaz, pelea conmigo.


Me siento de algún modo identificado con el hijo del León que quiere honrar a su apabullado padre y vengar a su madre. Me hubiese gustado enrostrarle a este hombre su bajeza, su maldad.

Solo logré hacerlo en sueños, pocos años atrás. Yo volvía a ser niño en ese sueño, y subiendo la escalera de una casa extraña, vi a mi abuelo bajando muy violentamente para golpearme. Tirado en el piso, sin poder pedir ayuda a nadie, decido levantarme y decirle: 

— Tú no me pones una mano encima. Ahora se va a saber toda la verdad, vas a tener lo que mereces, la gente va a saber quién fuiste, va a saber quién es tu familia y todo lo que hiciste. Ya no te tengo miedo.

En ese momento me encontraba durmiendo en un tren camino al Festival de Cine de Málaga para estrenar una película en la que relato parte de las consecuencias de los abusos que sufrí por parte de otro hombre, casado con una de las hermanas de mi padre, Mónica. Esas hermanas que disfrutaban correteando a mi madre y a su familia, mi infancia.

 

  Me gusta Manuel Rojas, sobre todo porque en su vasta narrativa me permite visitar diversos personajes y paisajes de nuestro territorio. La manera que tiene de mostrarnos a sus personajes, de describir los espacios naturales, la flora, la fauna, las montañas, los valles y sus ríos, parecen magistrales fotografías o pasajes cinematográficos. Este hermoso cuento El León y el Hombre, no solo me lleva a recordar a ese abuelo y su oscura familia, sino también a ese Hombre que ostenta del poder. Cada uno de los animales que nos va mostrando y que nos va describiendo Rojas en su relato, que de algún modo han servido al Hombre, los leo como una analogía de los trabajadores eternamente subyugados. También de las mujeres y niños que viven muchas veces vulnerados bajo su opresión. 

No pretendo decir en ningún caso que de esto es lo que nos quiere hablar Manuel Rojas con su cuento; solo es el lugar hacia donde me hace viajar a mí, es lo que yo interpreto, lo que emerge de mi biografía con aquella lectura. Un viaje a los lugares oscuros y bellos de la vida, esa dualidad que comprende vivir en este mundo.

Tal vez si Rojas estuviera vivo, volvería a escribir este cuento para hablarnos del hombre de hoy o quizás de los diversos poderes que nos dominan socialmente, de la guerra perpetua y de quiénes la provocan. Como siempre, de una manera simple, bella y cercana, que nos invite a reflexionar a través de la literatura.


 

Nicolás Poblete (Santiago en 1982) es actor de la Universidad de Chile. Sus intereses son la identidad de la ciudad y el campo; la poesía chilena, la narrativa del siglo XX y la cueca.

 
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