Leer es un anhelo de vida

A mi abuela siempre le da cáncer en verano. Lo sé porque asocio el Instituto del Cáncer con el calor, con llorar mientras sudo, con la fruta picada que venden en los kioscos de afuera. Entiendo racionalmente que es un lugar noble: un hospital público, referente nacional de oncología, donde se investiga, enseña y atiende. Pero para mí es el lugar más triste del mundo. 

A pesar de que hay gente que se va a recuperar, la verdad es que la mayoría de las personas que se encuentran ahí, están muriendo. Ni guaguas nacen, ni parientes felices las reciben, pero sí hay embarazadas con cáncer y niños con cáncer, hay papás con cáncer e hijas con cáncer. Y hay familias con cáncer, como la mía. 

 

Nos toca ir a Profesor Zañartu #1010 entre cinco a ocho veces al mes, todas las idas son tediosas y agotadoras, pero las jornadas más largas son siempre las quimioterapias. Con mi mamá nos turnamos para acompañar a mi abuela: pueden ser tres, cinco, hasta ocho horas ahí. Lo peor es que ese acompañar es un falso o mezquino acompañamiento: no puedo estar adentro con ella, nos separa una mampara opaca que ni siquiera me deja verla, así que cuando a alguien se le queda una de las puertas abiertas, me asomo corriendo para que recuerde que sigo ahí. Todo el resto del tiempo, leo.

En el Instituto del Cáncer, apenas llega un tímido 3G que permite recibir de vez en cuando algún WhatsApp. Así que quienes acompañamos en la sala (o pasillo) de espera, nos dedicamos a cualquier otra cosa que no requiera internet: jugar con el celular, mirar la teleserie que ponen, caminar por el lugar o leer. En el bolso siempre llevo una botella de agua, un abanico y un libro.

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La primera vez que mi abuela tuvo cáncer no leí nada. Recuerdo poco de esa época, pero solo sé con certeza que cada segundo, desde que entraba hasta mucho después que me iba, lloraba. Era imposible leer.

En esta segunda vuelta de la enfermedad, las tres hemos podido enfrentar la situación con más calma, probablemente porque ya conocemos cómo funciona: sabemos qué preguntar, ubicamos bien los rincones del lugar, entendemos los tiempos y ya estamos interiorizadas con el extraño espíritu de esperanza y terror que ahí abunda. Ahora es posible leer. 

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Llevé Tierra Fresca de su Tumba, de la boliviana Giovanna Rivero a la consulta donde le dieron el diagnóstico y las posibilidades de tratamiento. Un libro de cuentos conectados por la muerte, la tierra y la extranjería. Cómo se me ocurre estar leyendo esto acá, pensé. Cuando salí de mi casa, simplemente agarré el libro que ya había empezado. Las historias son desgarradoras, narradas con una astucia impresionante, transitan en territorios muy distintos, con personajes poco encontrados en la literatura. Ese fue uno de los dos libros con los que lloré el 2023, la pérdida recorría cada cuento, como lo hacía en cada persona que por ahí se encontraba. 

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La quimioterapia empezó después de Navidad. A mi abuela le regalé unas calugas y una libreta, a mi mamá un libro: El corazón del daño, de la escritora argentina María Negroni. Le había robado la idea a mi polola, quien le hizo el mismo regalo a su madre. Habíamos leído ese libro juntas unos meses antes y nos hizo pensar en nuestras mamás y en la relación de ellas con las suyas, nuestras abuelas. Un libro tal vez demasiado ad hoc a la situación, porque Negroni lo escribió después de la muerte de su madre, pero además tenía un estilo que yo sabía que ella disfrutaría. 

Y a la primera quimioterapia de mi abuela fue con El corazón del daño. Me envió una foto del libro con el pasillo de espera de fondo y agregó “excelente compañía”. Me invadió una risa nerviosa: cómo se le ocurre llevar ese libro, pensé. 

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Cuando la vi en el pasillo de espera, había guardado un libro de portada blanca en su bolso. Mi mamá tenía que irse al dentista y por eso había llegado yo entre medio a acompañar a mi abuela, imagino que lo que conversamos iba así: 

—¿Qué estabas leyendo? —le pregunté.

—El libro de la peruana que me recomendaste —respondió.

—¿El de Gabriela Wiener? ¿Cuál?

Sexografías. Está buenísimo, me he divertido un montón —se rio.

—¿Y por qué se veía blanco si la portada es como súper colorinche?

—Porque lo forré. Lo aprendí de los japoneses, lo hacen por privacidad. Es que me da un poco de cosa estar leyendo un libro así acá. Todo el mundo acompañando a sus familiares que se están muriendo y ¡yo leyendo de sexo!

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¿Qué se puede leer mientras una acompaña a alguien con cáncer? ¿Se puede leer de muerte? ¿De sexo? ¿Cuáles son los libros adecuados para leer en un momento así? ¿Cuáles son los prohibidos?

¿No es acaso leer una forma de aferrarse a la vida?

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“Me digo: la gente muere a veces.
Si no me falla la memoria, yo también moriré.
Moriré mucho. Y no en las lenguas que aprendí de grande sino en la que aprendí de entrada y sin miramientos”

—María Negroni en El corazón del daño

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La literatura nos recuerda que algo permanece. Leer en esa sala de espera no es solo una manera de evadir la realidad que ahí nos rodea, no es solo escapar a mundos más lindos, ni rehuir de nuestra propia existencia, es una manera de buscar consuelo y respuestas en historias muy lejos de la nuestra. Es solo un modo de estar viva.

Leer es un anhelo de vida.


 

June García Ardiles (Santiago, 1996). Es periodista y escritora. Autora de Tan linda y tan solita, y la saga infantil El mundo de Lulú. Realiza clubes de lectura y talleres de escritura.

 
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