Leer el fútbol

 

El fútbol fue siempre una experiencia que necesité completar con la lectura. El afán no era intelectual sino ratificatorio: debía confirmar que lo que vi o creí haber visto en el estadio realmente había ocurrido. ¿Habrá mirado el periodista lo mismo que miré yo? ¿Fue penal eso que reclamé como un poseído, mano esa pelota que pegó en el codo, o solo eran ilusiones fabricadas por mi fanatismo?

No existían entonces, a fines de los noventas, canales deportivos con resúmenes permanentes ni tampoco compactos instantáneos en YouTube. Para convalidar lo vivido, solo podía recurrir a las modestas páginas, nunca muy bien escritas, del suplemento deportivo.

Lo único que me interesaba de esos pocos párrafos, anegados de cursilerías y lugares comunes, era eso: estirar lo más posible, junto a un pan tostado y una taza de té, la vivencia del partido de fútbol que había visto ayer. 

Al menos era lo que creía en ese momento, cuando todavía iba al estadio y cuando aún existían diarios impresos. Más tarde, ya sin estadio y sin papel, entendí que leía el fútbol principalmente para reafirmar mi rol como hincha, una actividad absurda, justamente menospreciada, que carece de cualquier lógica y sentido, pero que en ese pedazo de papel, bajo la forma de una solemne noticia, quedaba plenamente justificada: yo estuve ahí, fui parte de eso, tan importante —tan ridículo— que aparecía cada lunes a todo color en el diario.

Así, leer el fútbol era una manera de obtener reconocimiento social y de justificar todo ese tiempo, dinero y energía que gastaba cada semana en mirar cómo, en un rectángulo de pasto, dos puñados de hombres con calcetas intentaban mover una pelota sin las manos. 

 

“Que te guste el fútbol tanto como a mí es verdaderamente una tontería, y una parte del enorme atractivo del juego radica en nuestra sumisión del todo voluntaria hacia algo que resulta bastante estúpido”.

Escribió Simon Critchley, filósofo y académico inglés, en su ensayo En qué pensamos cuando pensamos en fútbol (Sexto Piso, 2018), un libro que leí muchos años después. 

 

Yo, como cualquier persona fanática del fútbol, sabía perfectamente bien que Critchley tenía toda la razón: que esto es una tontería y una estupidez; pero yo, como cualquier otro fanático, no era capaz de aceptarlo. Por eso leía el diario cada día, revistas cada semana, incluso algún libro sobre la corta historia —apenas un siglo y medio— de este extraño deporte: para darle algo así como un marco teórico al absurdo.

 

“A veces me siento prisionero de una sinrazón y amago preguntarme por qué tanto; a veces soy consciente de que llegar a ese grado de apasionamiento por la forma en que once muchachos patean un cacho de cuero es indefectiblemente idiota, pero disfruto de poder hacerlo, de poder suspender el juicio durante esos noventa minutos, de poder ser un nardo que se entusiasma por algo que la razón no justifica”.

Escribió Martín Caparrós en Boquita (Planeta, 2005), otro libro que leí más adelante.

 

Nunca supe qué era un nardo, pero sí entendí, con frases como esa, que mientras más intentaba intelectualizar mi vínculo con el fútbol, menos lógica tenía el sentimiento. Según Caparrós, la tribuna, ser hincha, “es el espacio de la salvajería feliz”, categoría que quizá solo comparte con la mesa y la cama. Pero mientras el sexo y la cocina producen variados y complejos discursos, el fútbol aún parece impermeable a la racionalización. 

Al menos lo intenté. Con Dinámica de lo impensado (Capitán Swing, 2011), escrito por Dante Panzeri en 1967, traté de descubrir esos hilos invisibles que parecen unir a los futbolistas en la cancha, las constelaciones móviles que supuestamente forman mientras atacan o defienden. En la primera frase de la primera página, eso sí, Panzeri se encargó de frenarme: “Este libro no sirve para nada”, puso. En vez de explicarlo, usó 249 páginas para demostrar que el fútbol “no puede ni debe organizarse (...) no es ciencia que pueda enseñarse”.

Entonces renuncié a leer —a intelectualizar— este juego y me entregué, en cambio, a impensar el fútbol. Derrotado, quise vivirlo como supongo que lo vive la mayoría: asumiendo su insensatez o, mejor aún, ignorándola. Pero al abandonar la lectura deportiva abandoné también al deporte; entre menos fútbol leía, menos fútbol veía.

No puedo evitar que suene esnob, porque seguramente lo es, pero leer sobre un partido era y sigue siendo una fase irremplazable de mi experiencia futbolística, una especie de tercer tiempo que me permite decodificar o cuajar eso que acabo de ver. De refrendar que el dramatismo de ese gol no fue inventado, que la belleza de ese pase —¿puede un pase ser bello?— era objetiva. 

La única utilidad de ver fútbol, me parece, está en la comunión que provoca; no estás solo, siempre hay alguien más que tú viendo el partido. Y leer el fútbol lo corrobora: “cuando llega ese momento de momentos”, escribió Critchley, “puede haber algo más (...) en esos momentos, mágicos e irresponsables, surgen el trance y el deleite, brota una figuración dinámica llena de belleza, la dramática expresividad del juego, un movimiento de libre asociación entre los jugadores y también entre los hinchas, el hechizo de un éxtasis sensorial. En esos momentos, contenemos el aliento. Algo diferente, algo maravilloso, se presenta ante nosotros. Pero se marcha”.


 

Cristóbal Bley (Santiago, 1986) es periodista y ha escrito en medios como PANIKO.cl, Revista Viernes, La Tercera y Revista Santiago. Vive en Recreo, Viña del Mar.

 
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