“El Perro” — Javier Manríquez Piérola

 

El departamento que tienen es armonioso, dominado por azules, maderas y blancos. Hay pocos elementos, la mayoría diseñados por alguien. Los libros del Mati están todos en una esquina, en un sencillo estante más alto que ancho: una pequeña isla dentro de un archipiélago dominado por otro reino.

 

El lugar no es demasiado grande pero se siente grande para ellos, un periodista y una actriz de la tele, en un edificio antiguo y remodelado en el centro de Santiago. Estar ahí no parece tan de ellos como de la idea que tiene una madre sobre cómo debería lucir el living de una hija con su novio. Mati suspira, y guarda, guarda, guarda. Libros, revistas, emociones. No necesita mucho, tan solo su rinconcito. Ahí amonona novelas históricas, sus almanaques deportivos, una foto del Matador firmada “para Mati” –su mayor tesoro–, algunos recuerdos de la quinta región, y un par de bufandas deportivas que recolectó la vez que fue a Europa.

 

Matías, el Mati-Gómez, es el hombre más lindo de Chile y eso a él, que lo sabe o lo intuye, le otorga una especie de vocación por la inferioridad. No es que él se sienta menos, para nada, pero su instinto natural es encorvar el cuerpo –que es ligeramente más alto que la media– para no sobresalir de ninguna manera, en ningún paisaje y en ninguna conversación. Se expresa siempre o casi siempre en tonos agudos y suaves, transformando su voz más bien grave en un trinar dulce y amable. Mati quiere que lo quieran, que lo aprueben, que lo acepten. Quien sea y cuando sea: su jefe, su amigo, el señor del kiosko. Su enemigo, el ex de la Maca. La señora del pasaje, el colectivero, el rival y el compañero en la cancha. Hasta el árbitro. Sobre todo el árbitro.

Para que nadie crea que él es o se siente mejor, Mati con frecuencia eleva y curva las cejas; ha vuelto la sorpresa un rasgo de su rostro. Se aboca todo el tiempo a descubrir cosas pequeñas, en cada lugar al que va pone su esfuerzo en rescatar algún detalle que el mundo pase por alto, pero que a él le parezca significativo. “No sé si te diste cuenta, pero cuando estábamos en la notaría… había un caballero que cada vez que tú pasabas, él se acercaba y limpiaba con un pañito”. Rescatando, rescatando, rescatando.

La Maca Müller, la Maquita, también es preciosa, y lo abraza y lo cela y lo cuida y lo guarda. Sube fotos con él a sus historias, le da like a los comentarios de otras personas en las fotos de él. Está presente, mirando, vigilando, buena onda siempre, nunca pesada, marcando presencia: cierto que es lindo mi pololo parece decir, sonriente, con su carita amable, su pelo rubio, sus margaritas y sus ojos celestes.

La Maquita siempre ha sido la protagonista.

 

Si hubiera existido otra opción quizás él la hubiera explorado, pero las circunstancias conspiraban todas para que se fueran a vivir juntos. A ella le estaba yendo bien y él podía poner para el dividendo. Además la casa con los amigotes se terminaba –se nos casa el Negro– y tenía que salir.  Cómo decirle que no a la Maquita, cómo decirle que preferiría vivir solo y mantenerse así por ahora, que podía ser todo muy precipitado. Ya se veían casi a diario y la familia de la Maquita es súper intensa. Ella necesitaba un refugio, y qué mejor refugio que Matías, el abrazo de Matías, la escucha activa de Matías, con sus ojitos café miel, el bigotito en ciernes, y esa sonrisa juguetona que enloquecía a moros y cristianos. 

Compraron las cosas con la tranquilidad de quien podía pagarlas. Hicieron arreglos con un maestro de confianza de Cristina, la mamá de Maquita, y aunque el proceso se extendió un par de semanas, más temprano que tarde ya estaban viviendo juntos, flamantes, felices, contentos. 

El insomnio no se hizo esperar. 

 

Cada noche, cuando Maca se dormía, la cuchara del Mati Gómez se aceleraba. Cerraba los ojos, contaba hasta cien, hasta mil, pero no podía dormir. Deambulaba por un amplio espectro de emociones, la rabia y la impotencia desde luego. Las ganas de gritar y de arrancarse los pelos también. A veces se mezclaban. Transpiraba contando las horas que perdía y las horas que quedaban, y cada vez que parecía sumirse en el sueño su cuerpo comenzaba a picarle incesantemente, y su conciencia se activaba como aferrándose a la vigilia. Pensaba en golpearse de maneras que lo tumbaran. Se masturbaba sin ganas, tomaba leche caliente, se sentaba en el living muerto de sueño y con el cuerpo completamente activo. “Podría jugar una pichanga ahora mismo y sentir que son las tres de la tarde”

El Negro, que era médico, le recomendó irse de putas, cosa que Matías descartó de inmediato. La segunda opción fueron unas pastillas misteriosas que le recetó y lograron solucionar de manera transitoria el asunto.

 

El Perro llegó un día martes. Cuando Maquita lo presentó, Matías miró sus labios moverse, pero no escuchó ni su nombre ni razones ni detalles. Apenas un ruido ininteligible que asomaba entre carnes que se movían en cámara lenta. Su atención estaba puesta en el animal, que lo miraba orinando en el piso de parquet. Lo miraba o parecía mirarlo, pues su dueña aseguraba que ya estaba ciego a causa de la edad. Los ojos cubiertos por una neblina blanca al menos así lo insinuaban. De todos modos, la mirada de ese ser temblante parecía estar ahora en el centro de las pupilas de Matías, como mirándose al espejo, como preguntándose por el sentido de la vida o si es que dejó abierta la llave del gas, mientras su orina fluía lenta y cuantiosa, emanando desde un pene rojo, que era grueso y largo, y que brillaba más que cualquier otro objeto de la casa. Un pene completamente desproporcionado para el tamaño que tenía El Perro, y que impedía cualquier atisbo de tomarlo en upa, a riesgo de rozarlo.

Era un animal chico, El Perro, chascón, de un blanco que parecía perennemente mugriento, con patas cortas y un cuerpo alargado que seguramente había sido heredado de algún salchicha que hizo de las suyas en alguna calle, calle que por lo demás este perro no había conocido jamás pues pasó toda su vida en los pastos fotogénicos de la casa familiar de la Maquita en La Reina. Desde ahí había arribado por petición expresa de ella, reduciendo considerablemente su hábitat en busca de pasar sus últimos años (¿meses?) meando en este living, junto a su ama, peligrosamente cerca de su estante sagrado. 

Mati se puso en cuclillas y le palmoteó la cabeza, con la sonrisa más chueca que performó hasta ahora.  El Perro respondió con un ladrido tan agudo que se le clavó en la nuca y lo puso de mal o peor genio. Se levantó, le dio un beso a su novia –exultante por fin junto a su mascota, cacha, cuando chico me daba la patita, pero ahora que no ve, estira la patita para cualquier lado, qué pena– y dijo que tenía que comprar café. Cuando ella respondió que había en la casa, Matías dijo que faltaba el que le gustaba a él. 

 

Caminó pensando en algún barrio tranquilo del primer mundo. Se imaginó escribiendo y fumando, en alguna mesita-para-uno en la calle, hablando de fútbol con los parroquianos de siempre. Con una bufanda del Atlético Madrid, en una mañana despejada y fresca. Coqueteando con la garzona tatuada que le traía siempre la misma orden. Sintió que había caminado mucho, demasiado, pero en realidad solo había llegado hasta la plaza ubicada a un par de cuadras. Ahí se quedó sentado con la mirada perdida hasta que se hizo de noche. 

 

Si Maquita tiene veinticuatro, El Perro tiene que haber llegado a su vida hace unos doce o trece años. Fue su gran amigo y confidente, con el que jugaba cada mañana antes del colegio, y el que la cuidaba cada noche cuando sus viejos se peleaban. El que la acompañó cuando internaron a Cristina, y cada vez que su padre tomó de más.

 

— Mátalo al perro culiao –le dijo un día el Negro, metiendo el dedo al vaso para revolver el hielo de la piscola–. Si igual le queda poco, ¿o no?.

Matías soltó una risa cortés y mantuvo la mirada en un caballo detenido en plena carrera, impreso en la esquina arrugada de la servilleta arrugada.

O dile que no lo querís nomás po, que no te gustan los animales, que te incomoda, qué sé yo. Si también es tu casa, cómo no te va a entender.

El caballo que era café, tenía una montura verde y sobre ella, un jinete púrpura miraba hacia adelante, hacia una meta que solo él veía.

 

Inventó un viaje a Algarrobo aprovechando la casa familiar y que eran los últimos días del verano. “Un retiro espiritual”, para volver recargados. Logró que Maquita dejara al perro en su casa original, y por un rato, con la esperanza de que se diera cuenta que allá el animal tendría más espacio y una vida más feliz, pudo descansar. Se juntaron con una pareja de amigos, carretearon, tiraron antes y después de la playa, durmieron bien.

El sol brillaba fuerte y sin calor, el aire marino remecía la arena que aún quedaba en su pelo. Una empanada camarón-queso se enfriaba con apenas una mascada en su mano.

 
 

Mati porfa ven, es urgente, nunca te pido nada, porfa.

Matías bajó el teléfono y dejó escapar todo el aire de sus pulmones. Ya sabía lo que venía. 

Hermanita, respira. Respira. Dime cinco cosas que puedas ver y de qué color son. 

Matías no estoy teniendo un ataque de pánico, ya, solo, onda, ven, porfa, ¿ya? 

Llamada entrante. Mamá. 

Panchi, sí sé. Si sé. Pero igual, ¿me haces un favor? ¿Me podrías decir cinco cosas que estás viendo?

Mamá, llamando.

Ya, bueno, filo, estoy en mi pieza… –Fran habla con palabras atolondradas, en un sube y baja de energía impredecible–. Y, no sé. El cubrecama azul, el estante café. Un cuaderno verde. Un calcetín rojo. Y… no sé, otro calcetín rojo. ¿Ya?, porfa, no puedo más.

Su voz se quiebra. 

Está bien. Estoy un poco lejos. Pero voy.

—Ya. 

Corta. La pantalla se apaga y se vuelve a encender. Maca lo mira con cara de preocupación y de cariño y se muerde las uñas. 

Mamá. Sí, ya caché, hablé con ella. Sí, sí. En la playa. Voy. Tranquila, voy.

Maca le da un beso comprensivo y se queda con sus manos entrelazadas tras él, frente a frente. 

Te acompaño.

—No amor, no te preocupís. 

—Pero cómo, Mati. 

—Voy y vuelvo. 

—Estai loco, vamos y volvemos mañana. 

—Tranquila Maquita, de verdad, no es primera vez que pasa, de verdad.

—Pucha, ¿y tu mamá? ¿Tu papá no puede hacer algo?

Mati solo mueve la cabeza, con sus cejas arqueadas, sonriendo con la mirada, ofreciéndole un panorama tranquilizador con todo lo que da su rostro divino.

  —¿Quieres que te traiga algo de la casa?

El corazón de Maca late por él. Siempre tan atento. Siempre pensando en ella.

—El banano amarillo, porfi. Y el chaleco blanco que está en la silla.

—Bueno. 

–¿Te espero con algo rico a la vuelta, ya?

 

Lentamente, cuidadosamente, como si preparara una misa o un ritual, Matías alista sus cosas para salir, en silencio. En silencio también paga los peajes. En silencio transcurre toda la primera hora de viaje, hasta que se acuerda que no ha puesto música y pone Los Fabulosos Cadillacs, Vos sabés. Los deja sonando mientras aprieta el manubrio con fuerza, casi hasta dejar los dedos marcados. Los autos pasan a su lado, él conduce a velocidad crucero. Las luces que vienen de frente por momentos lo obnubilan. Se pregunta qué pasaría si una de esas luces no siguiera su carril y siguiera derecho y lo impactara de frente. Qué pasaría si él mismo no siguiera la línea marcada en el suelo y se fuera contra alguno de esos camiones que circulan impávidos y rotundos por la autopista. Aprieta los dedos todavía más, todavía más, todavía más, y procura no equivocarse ni distraerse.

Francisca está bien. Ya está mejor. Sus papás lo miran impotentes y agradecidos desde el living. Matías se despide y solo piensa en la hamburguesa o las hamburguesas del McDonald 's que destruirá en su camino de regreso. 

Son las once de la noche y la noche santiaguina es calurosa de un modo que no se entiende ni se puede explicar. Se escuchan risas y bocinazos a lo lejos, ruido, suciedad, vida, más vida de la que necesita Matías, que lleva diez minutos en el auto, estacionado. Decide subir a pie los ocho pisos que separan el suelo de su departamento. Saluda al conserje con una voz que solo él y el conserje conocen, un acento extraño que pone solo cuando habla con él, como si fuera más choro o más pobre. Se distrae pensando en eso cuando abre la puerta y lo recibe Cristina. Él desde luego no esperaba encontrarse con su suegra, mucho menos a esa hora, mucho menos con El Perro, pero ella había decidido quedarse ahí porque se había peleado con su marido y ya no soportaba estar en su casa. Y lo había traído de vuelta al perro porque la Maquita lo echaría de menos.

Matías soltó una risa, disimuladamente. Sus ojos se cubrieron de una neblina o un cristal que le impedía ver con claridad. Se reía bajito, y encorvaba aún más el cuerpo, con ambos brazos cayendo delante de sí. Iba de un lado para otro. Qué iba a hacer. Su suegra tenía llaves. Qué le iba a decir, que quería –necesitaba– estar solo, que por favor se fuera. Cristina apareció en el living con pijama, guantes, escoba, pala, un pañito y diario.

 

En el suelo, la foto del Matador tenía una mancha negra justo en su cara gritando gol, pues fue ahí donde cayó la mayor parte de la orina. Alrededor de los vidrios, el marco roto, y al lado: El Perro. Matías miró la foto de su ídolo y volvió a leer la dedicatoria, cuya tinta azul ahora mojada se expandía de a poco, intentando descifrar la personalidad del ex goleador de la U y River contenida en su forma de escribir, grandilocuente, elegante e impredecible. Cristina barrió todo y se disculpó, dijo que el perro era cieguito y que no se había dado cuenta, pobrecito, pero menos mal no le pasó nada, para que estés tranquilo. Matías se agachó con su sonrisa chueca, tomó la foto y la dejó cuidadosamente junto a una planta en el balcón, para que se secara. Probablemente la mancha no saldría más, nunca dejaría de notarse. El Perro se había inmortalizado ahí y ahora lo miraba o parecía mirarlo al lado, como preguntándole su opinión. Ninguno de los dos entendía mucho. Un leve pitido hizo eco en sus oídos y tras largos minutos se acordó de respirar. Las sirenas de la ciudad llamaban la atención del perro, que en su ceguera se acercaba peligrosamente al borde. Nunca se lo dijo a nadie, pero Matías había fantaseado con este momento varias veces al día. Ni siquiera tenía que ser tan fuerte, tan solo lo suficiente para sentir placer. Un empuje, borde interno, y parecería un accidente. O quizás tomar distancia y pegarle a tres dedos, como Roberto Carlos clavándola al ángulo contra Francia el 97. La Maquita se moriría. Se moriría. Pobrecita. 

Pobrecita. 

Un brillo llamó su atención. Se agachó y encontró el frasco con las pastillas que le había recetado el Negro, ahora vacío. Miró a El Perro, que se había echado con los ojos cerrados. Dependiendo de hace cuánto se lo había tomado, tendría con suerte un par de horas para vivir. Quizás minutos. Con lo viejo que estaba, no tendría fuerzas ni para vomitar. Dejarlo así sería prácticamente un acto de misericordia. Quién le haría una autopsia a un perro de veinte años que se murió en el sueño, además. El perro suspiró y se quedó un rato temblando, como con frío. El perrito de la Maca, que había vivido tanto, que había aguantado tanto y ahora estaba ahí tendido. Un perro que no conocía nada más de dos o tres lugares en el mundo, cuidado y amansado para servir a sus dueños, para contener y cuidar a su dueña. Para castigar al maldito Pedro Müller. El perro manso que entretenía a los niños y enternecía a los adultos, inocente, inocente, inocente. Tierno. Viejo. Ciego. Y que había venido aquí para morir, para apagarse, para terminar su historia. Pensó que el animalito ya había visto suficiente, que se había cansado de ver. 

Cristina apareció con un vaso de agua y lo encontró así, de pie en el balcón, con el brillo de sus ojos iluminando la noche y el resto de su cuerpo sumido en la penumbra. Notó el frasco de pastillas vacío en la mano.

 
 

—¿Eran tuyas? Me las he estado tomando para dormir, son exquisitas. ¿Te cagué?

—No Cristina, no te preocupes, me las recetó un amigo. Si quieres te consigo más.

Cristina se fue bostezando a su pieza. El perro yacía ahí, inmóvil. Era difícil saber si seguía vivo. Entre el sueño, volvió a suspirar.  

Matías se acostó en el suelo y se echó a llorar. El Perro se despertó y se acurrucó a su lado.

 

 

Javier Manríquez Piérola nació en la Provincia Cordillera. Estudió Dirección Audiovisual y se ha desempeñado como guionista y realizador en cine, televisión, stand up y redes sociales. El año 2018 publicó la novela "Brother". Es hincha de Colo-Colo y los boleros.

 
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