Cristóbal Gaete: “Probablemente leer me hizo peor persona”

Cristóbal Gaete (1983) nació en Viña del Mar y creció en La Cruz, un pueblo entre Quillota y Calera, pero su patria, en sentido figurado pero también literal, es Valparaíso.

Conoció el mundo a través del Mercado Cardonal, el principal centro de abastos de la ciudad, donde su padre aún tiene un negocio de frutas. Parte de su infancia ocurrió de madrugada, entre cargadores de sacos, camioneros y vendedores ambulantes. Su adultez, en cambio, transcurre entre libros, bibliotecas y talleres literarios. Aunque es autor de novelas como Valpore (2009) y tomos de cuentos como Crítico (2016), entre otras obras, su mayor talento, cree, es leer el trabajo ajeno.

Por Cristóbal Bley

En una entrevista dijiste que eras un lector que escribía. ¿Te sigues definiendo así? 

Aunque casi siempre me da vergüenza lo que digo en las entrevistas, de esa respuesta no me arrepiento. En un momento, me di cuenta de que la manera más fácil de seguir leyendo era poniéndome a escribir. Pero creo que si me dijeran: te cambio ser rico por no escribir nada más, yo diría: ¡obvio! Así me dedicaría solamente a leer. 

¿Cómo empezó tu relación con la lectura?

Por trabajar en su negocio, mi papá nos pagaba a mí y a mi hermano mayor. Con esa plata, él empezó a comprar cómics, ediciones argentinas de cosas como La Broma Asesina, o revistas deportivas como El Gráfico. Tenía menos de diez años. En La Cruz no había cable, entonces en El Gráfico leía de fútbol internacional o de boxeo. De peleadores como Jorge Castro, que en sus buenos días le decían la Locomotora pero que en los malos le apodaban la Roña. A través de las crónicas, yo lo veía como un boxeador sumamente épico, un gladiador, pero cuando llegó el cable caché la realidad: era el tipo menos atlético posible. Ahí me di cuenta del poder de la escritura, lo conmovedoras e increíbles que me resultaban esas historias totalmente ajenas. Luego mi hermano empezó a comprar novelas y yo empecé a leer sus libros, libros que me da pudor nombrarlos, pero que yo leí de punta a cabo. 

¿Como cuáles? 

No quiero decirlo. Solo voy a decir uno: Sangre azul (Alfredo Sepúlveda, 1995), cuentos hechos después de que la U sale campeón tras 25 años, el mejor libro chileno sobre deportes que he leído. Yo no soy de la U, pero esa lectura me activó todo eso. Otra vía de acceso a la lectura fue la familia: varias de mis tías eran profesoras, y en la casa de mi abuela había varios libros botados. Algunos todavía los tengo, como Barrio bravo, de Luis Cornejo, que leí a los 15 años y que debe tener el cuento más brígido de la literatura chilena: “Capote”

¿Hay algún libro que recuerdes especialmente de esa época adolescente? 

El libro que más me pegó en esa época fue Los subterráneos, de Kerouac. Entonces se hablaba harto de estos libros, los Compactos de Anagrama, y en el centro de Viña, cerca del café Samoiedo, había una sucursal de la Contrapunto. Un día entré ahí con bastante plata en el bolsillo; por primera vez podía elegir. Me demoré como mil horas, leí todas las contratapas, y me decidí por ese. Fue un libro que me dio muchas ganas de escribir, de seguir leyendo y de huevear, básicamente. Es una novela en la cual un loco carretea mucho, se enamora de una mujer muy diferente a él pero al final un amigo se queda con ella. Ese sería como el resumen, pero no es solo eso: es una novela donde los tipos se tiran de carros de supermercado por las calles de San Francisco, que tienen declive tal como las de Valparaíso. Más encima te invita a leer a Ginsberg, a Gregory Corso.

Kerouac, para mí, es un escritor que recibe a sus lectores con los brazos abiertos, que enseña caminos para entrar a otros universos, como el jazz, el budismo, la poesía.

Totalmente. Esa es una de las cosas más bacanes de ciertos escritores: cuando ellos realmente son genuinos en transferir una pasión que no sea la del ego. En ese sentido, otro autor medio obvio, y que cae de cajón en esto, es Bolaño. Esa entrevista que le hace Warnken, que el mundo más esnob la suele ridiculizar, es un plan de lectura. Habla de Stendhal, de caleta de autores raros latinoamericanos, de Rabelais, de Lautréamont, de Rimbaud. Te hace acceder a ese tipo de autores y él, como escritor, se vuelve una persona que asume y reconoce sus referencias, con la que uno se sentaría a conversar, y no alguien que trabaja solamente para la construcción de un mito actoral de sí mismo.

Roland Barthes decía que hay dos formas de disfrutar la lectura: el placer y el goce. El placer está en los textos que a uno le hacen sentir bien, que te confortan y reafirman tu identidad, mientras que el goce aparece en los que te desafían, que te quiebran el molde. ¿Qué te interesa más: el goce o el placer? 

El goce, absolutamente. Pero de vez en cuando me toca un libro que me hace cagar y me da placer: que me emociona, que me entra por otro lado, no intelectual ni artístico.

¿Cuál fue el último libro que te causó esa reacción? 

Un libro de Vasco Pratolini, sobre una infancia en Italia más triste que la mierda. Con ese libro lloré como un niño. Otro libro que igual me gustó mucho, tanto intelectual como creativamente, fue Berlín Alexanderplatz, de Alfred Döblin. Son descripciones súper bien hechas, una prosa que logra detener el tiempo, pero también mucha emotividad. Yo creo que ese es un libro perfecto, que combina ambas posibilidades. Con una buena crónica también me pasa. Las de Eugenio Lira Masi, un cronista chileno de los años 60 y 70, no son perfectas técnicamente ni respetan el género totalmente, pero yo las leí y quedé mal. También con las columnas de Fabián Casas, que escribe en ElDiario.ar. Hace poco hizo una sobre Derek Jarman, un director de cine; me gustó caleta y me emocionó muchísimo. Otra autora que tiene esa misma magia es Josefina Licitra: me gusta harto cómo escribe y cómo logra hacer ese punch emocional con algunas historias. 

¿Qué te parece la pantallización de la vida? ¿En qué afecta, para bien o para mal, a la experiencia lectora? 

Creo que la hace más corta: me cuesta imaginar hoy a lectores de Crimen y castigo. Yo tengo el celular sin notificaciones, pero difícilmente pasa una hora sin que yo revise mi teléfono porque sí. Por eso es difícil imaginar ahora eso que tantas veces hice, pasar una noche de largo leyendo sin ningún otro estímulo o distracción. La batalla contra el celular y sus algoritmos, que te estimulan con cosas que tú quieres ver, es muy dura. Por eso se lee de otra forma, interrumpida, pero no necesariamente no se lee. Y la experiencia más clara al respecto es la popularidad de las sagas, que es gigante. Por mi parte, leo columnas en el celular pero ni cagando soy capaz de leer una novela.

¿Qué papel juega el papel en la literatura? Tú, que escribes tus novelas y cuentos a mano, ¿te defines como un defensor del papel? ¿O quedarse ahí sería una actitud reaccionaria? 

Creo que soy un romántico del papel, qué te puedo decir. Tengo una impresora, donde imprimo los trabajos de las personas a las que acompaño en su proceso de escritura. Creo que sin papel no puedo seguir una huella, eso es lo que me pasa. Me da lata caer en muchos clichés al respecto, pero creo que Umberto Eco lo dice súper bien: el libro impreso es una tecnología perfecta del siglo XV, y que el libro es insuperable. No creo que se acabe, tampoco creo que haya una forma nomás de ocuparlo. 

¿Es posible la lectura profunda o compulsiva si la literatura se vuelve inmaterial? ¿Es posible vincularse estrechamente a un texto si no lo puedes tocar? 

Creo que el vínculo es importante. O sea, yo tengo una dependencia de mis libros; no me movería sin mis libros. Los libros también portan una historia, más aún si eres un lector de usados como yo. Librerías preciosas como la San Cristóbal, que queda en Francia con Colón, están llenas de tesoros. O Todo Libro en Viña, que tiene todavía un sector a luca, para que vayan puros ratones a sacar la mugre. Suena un poco presuntuoso, pero es así: la historia de mi vida lectora está totalmente conectada con lo que me llevó a esos libros. Es decir, cómo los conseguí. Esa épica no me es indiferente. En pandemia compré dos libros por Buscalibre, y cuando llegaron ya se me había olvidado que los había pagado. Y dije: nunca más hago esto. Parte de mi fetiche, o parte de mi identidad, es que yo busco. El camino al libro me moviliza tanto como el libro en sí mismo. Y lo que me interesa realmente está fuera del tiempo y fuera del canon, ojalá descatalogado de la tradición literaria.

Como el reciclador que busca latas de bebida en los basureros de la plaza.

He sacado libros de basureros. Una vez, en la feria de la Av. Argentina, había un tipo que vendía puras novelas en inglés. Yo no leo en inglés, entonces tampoco los compraba, pero un día el tipo se calentó y los tiró todos a un tarro. Así como hay gente que vive mirando hacia arriba, yo siempre ando mirando hacia abajo, y vi un libro hermoso botado. Los saqué todos, los limpié, y todavía tengo por ahí un catálogo de Penguin en inglés, con puras portaditas. Tengo alma de reciclador en ese sentido, recogiendo libros que nadie lee, y creo que hago lo mismo con la literatura de Valparaíso. 

Por último, ¿qué te parecen los planes que fomentan la lectura? Parece haber un discurso bien unánime de que hay que fomentar la lectura, de que aquel que lee es mejor persona que quien no lo hace. ¿Es la lectura algo intrínsecamente bueno? 

Leer, probablemente, me hizo ser peor persona. La lectura me llevó a una situación media incomunicada, mi mamá incluso me decía: ¡para de leer! ¡Para de hacer esto! Yo no le doy un valor a la lectura por sí misma, pero sí creo que existe una necesidad concreta y práctica para fomentar estos planes. La gente en la vida tiene que leer y firmar contratos con compañías telefónicas, con su jefe. Cuando hago talleres en colegios, siempre digo eso: no piensen en mí como un escritor sino en alguien que les está entregando una herramienta que eventualmente les puede ser útil. Tengo críticas sobre ciertas políticas públicas, pero sí creo que está bien fomentarla. Por mi experiencia haciendo talleres, a la gente le funciona mucho leer cosas que tienen que ver con su comunidad o espacio. Yo hice un libro sobre el Mercado Cardonal el 2009, y todas las personas de ahí, trabajadores, locatarios o clientes, lo único que leían era (el diario) La Estrella. Pero los días posteriores al lanzamiento, desde los cargadores para arriba, los vi leyendo el libro en los pasillos. Fue alucinante.


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