“Tubérculos” — Javiera Mateluna

 

El día en que murió mi abuela sonaron las tres campanas de la casa. No fue solo una, sino todas, al mismo tiempo, sin que nadie las moviera. Eran uno de sus objetos favoritos. La Nené las coleccionaba hacía años, mucho antes de que yo naciera. Le gustaba que estuvieran en cada una de las puertas de entrada.

 

Vivíamos en Talagante, en una parcela de dos hectáreas. Lo sabía porque había escuchado a mi tata conversando con mi papá sobre el terreno. Esta casa yo la compré a muy buen precio, hice buen negocio, le decía. Me imagino don Andrés, contestaba mi papá, este lugar lo tiene todo: un bosque, campo, la casa y dos canales que lo atraviesan. Es como el paraíso.

Pero ese paraíso del que hablaban dejó de serlo cuando falleció la Nené. Tenía 56 años. Yo apenas 9. La recuerdo revisando las pruebas de sus alumnos. Era profesora básica de Lenguaje. Normalista. De ortografía y caligrafía intachables. Los fines de semana pasaba la mañana metida en la cocina preparando platos elaborados: pastel de choclo, empanadas de pino, kuchen de nuez, humitas y tortas para los cumpleaños.

Después del almuerzo limpiaba la cocina hasta que quedara brillante. Y por la tarde, si quedaba tiempo, seguía haciendo el aseo o salía a jardinear. No paraba en todo el día. En la noche, antes de acostarse, se bañaba y se hacía las uñas en la cama. A veces iba a verla y me acostaba a su lado, mientras veíamos Romané.

 

— Es importante el aseo personal, Catita. Y eso se nota en las uñas. Una mujer siempre debe cuidárselas.

 

La Nené se las dejaba bien cortas, después las limaba y se ponía el esmalte rosa perla de Colorama. Era un color que apenas se notaba, pero que tenía un acabado brillante, porque en el colegio tenía que dar el ejemplo a sus alumnas. Estaba prohibido por reglamento que fueran con las uñas pintadas.

Crecí escuchando que la Nené era toda una dama, pero, más que eso, iba un paso adelante en todo. Dejaba su ropa lista para trabajar el día anterior y eso incluía las joyas. En el segundo cajón de su cómoda había una puerta oculta que sólo podía abrirse con una llave. Adentro estaban todos sus collares, anillos y aros que fue heredando de su madre, abuela e, incluso, bisabuela. Reliquias de oro, oro blanco y platino con incrustaciones de perlas, diamantes, rubíes, esmeraldas. Cuando mi abuela las sacaba extendía sobre la cama un pañuelo e iba dejándolas encima. Así nos aseguramos de que ninguna joya se pierda, Catita.

Aunque tenía cadenas, colgantes y pulseras gruesas y ostentosas, ella siempre elegía lo más simple. Y me decía: Las cadenitas siempre por debajo de la blusa, para que no se las vean.

Más de la mitad de todas esas reliquias jamás llegaron a ser usadas por la Nené. El día de su funeral la enterraron con el collar que le regalaron para su bautizo y que nunca se sacaba. El resto de las joyas quedaron como herencia para sus tres hijas.

 

El campo de la casa se llenaba de flores naranjas en primavera entremezcladas con yuyos. Salían enredaderas que cubrían las piedras. Me gustaba acostarme entre la maleza, a esa hora en la que el sol recién acaba de ponerse y el cielo queda teñido por el rosado y lila. Una vez, la tía Paula me vio y me dijo: Mijita, no vuelva a tenderse sobre el campo, porque hay culebras que se mueven entre la tierra y pueden morderla. Le hice caso y no volví a hacerlo.

 

A mi tata se le ocurrió plantar papas. Contrató a un trabajador para que arara la tierra y sacara la vegetación. En una hora ya no quedaban rastros de las flores ni del yuyo. Vi a varios conejos huir por el actuar destructivo del tractor, que arrasó con sus madrigueras. A la semana siguiente, fueron otros dos trabajadores a plantar los tubérculos de papa.

Pasaron tres meses, pero no había indicios de que las papas quisieran germinar. Pasaron otro par de meses y nada. A mi abuelo ya se le acababa la paciencia. Hasta que un día le dijeron lo que temía escuchar: Don Andrés, no siga perdiendo el tiempo con esas papas, no van a crecer. Esta tierra es infértil. Ha sido infértil por años. Mírela. Está seca y llena de piedras. Acá no va a cosechar nada.

A veces con mis hermanos y primos encontrábamos los cadáveres de las papas que no brotaron. Jugamos varias veces a lanzarnos los tubérculos, hasta que un día nos aburrimos y empezamos a jugar a las escondidas en el bosque. En realidad, no era un bosque, sino sólo una parte de la parcela que tenía una larga fila de eucaliptos, del doble o triple del tamaño de mi casa.

Al caminar por debajo de ellos, nos sentíamos en otro lugar. Esa parte de la casa era oscura. Las ramas de los árboles no dejaban que penetraran los rayos del sol. En el suelo había puras hojas secas y amontonadas que, al pisarlas, crujían. 

El bosque comenzaba en el límite que teníamos con el terreno del vecino. Mi mamá nos había dicho varias veces que no nos metiéramos allá, porque don Eduardo tenía un perro negro que nos podía morder. Era un labrador adulto que tenía un ladrido ronco. Bastaba con que nos acercáramos un poco a la casa del vecino para que llegara el perro negro y nos ladrara.

Nosotros, en cambio, teníamos al Boby, un quiltro del mismo tamaño que el perro de don Eduardo, pero miedoso y torpe. No recuerdo cómo llegó. Fue nuestra primera mascota. A mi tata no le caía bien, decía que no servía para cuidar la casa, que iba a dejar que nos entraran a robar. Lo comparaba con el Dino, un pastor alemán que, según él, había sido el mejor perro que había tenido. Era fuerte, ágil e inteligente.

Mi abuelo decía que el Dino le hacía caso en todo. Éntrate y entraba. Échate y se echaba. Ven para acá y el Dino iba. Pero su vida acabó un día en que salió de la casa y lo atropelló un camión. Esa fue la primera vez que vi llorar a mi tata, la segunda fue cuando le diagnosticaron cáncer a mi abuela.

 

Todos los veranos, sagradamente, mis abuelos se iban de vacaciones al sur durante enero y febrero. Viajaban a Constitución, un pueblo costero donde se une la desembocadura del río Maule con el Pacífico. Ese era su principal atractivo. Algunos años nos sumamos con mis papás y mis hermanos, pero generalmente nos quedábamos en la parcela para que estuviera sola.

 

Hubo un verano en que el viaje de mis abuelos duró menos de lo habitual. Un día, mi tata llamó por teléfono a mi mamá. Le decía que se iban a tener que devolver ese mismo día, porque la abuela no estaba bien.

Llegaron a la casa por la tarde, después del almuerzo. Mi tata entró con la Nené, sosteniéndola. Me saludó y me dijo algo, pero no me acuerdo qué. Solo sé que no tenía lógica. Tan rápido como llegaron se fueron al hospital. Esto no es normal, pensé. Algo pasa y no es bueno. Se me apretó el estómago.

Tengo recuerdos muy borrosos de los días que vinieron. Me acuerdo de que esa primera ida al médico fue larga. No llegaron sino hasta tarde, quizás pasadas las una de la mañana, o quizás pasaron de largo hasta el otro día entre exámenes y más exámenes. Lo que sí recuerdo son tres cosas, la primera, el diagnóstico: un tumor cerebral cancerígeno. La segunda, había que hacer una operación para extirparlo. La tercera, después de esa operación mi abuela quedó con secuelas.

“Secuelas” era una palabra que nunca había escuchado y que, de un día para otro, se había convertido en la protagonista de las conversaciones. Mi abuela ya no podía caminar, ni hilar las ideas, ni controlar su cuerpo, ni bañarse, ni cocinar, ni jardinear, ni hacer clases, ni hablar. La Nené dejó de ser ella. ¿Por qué? Por las secuelas.

Después de la operación llegó con la cabeza rapada. Vi sus cicatrices y hematomas. Vi su cráneo. No sé qué esperaba la gente después de la cirugía, pero era obvio que nada iba a ser como antes. Todo en la casa comenzó a girar en torno a la Nené. A la enfermedad. Desde el tipo de comida que le iban a preparar hasta las enfermeras que iban a cuidarla por el día.

Con mis hermanos tuvimos que empezar a hacernos cargo de nosotros mismos. Empezar a estudiar solos para el colegio, elegir la ropa que nos íbamos a poner, portarnos bien, tratar de no molestar, quedarnos callados. Nos movíamos en un mundo de adultos y, de cierta manera, tuvimos que crecer rápido. Mi abuela agonizaba en la casa y cada día era una oportunidad para la muerte. 

Durante todo ese periodo hasta que falleció la Nené, tengo imágenes difusas de mi mamá, pero jamás olvidaré su cara: pálida, ojerosa, flaca. En esa época algo se rompió entre ambas. Nos alejamos, no porque quisiéramos, sino porque no había tiempo. Había que cuidar a la Nené. Y así, de un día para el otro, dejamos de hablar.

Entonces apareció un nudo en mi garganta que se iba haciendo más grande cada noche. Mamá, me duele la garganta, le decía. Y ella sacaba el botiquín para darme un paracetamol, pero yo sabía que no era un resfriado, ni tampoco una gripe. Me tomaba la pastilla, pero el nudo no se iba.

 

Un día me desperté temprano por el llanto de mi mamá. Era un llanto ahogado que jamás voy a olvidar. La Nené había muerto. Yo no lloré, pero no porque no entendiera lo que estuviera pasando, sino porque hacía meses que los niños de la casa habíamos caído en un estado de disociación.

 

Nadie nos preguntaba cómo estábamos y nadie nos explicaba nada. Los adultos asumieron que era mejor no decirnos algunas cosas. Nadie nos dijo que las posibilidades de que mi abuela saliera bien de la operación eran mínimas. Tampoco nos dijeron si habían logrado extraer todo el tumor, y menos cuánto tiempo esperaban que mi abuela siguiera viviendo en el estado en que había quedado.

Un par de veces vi a la Nené convulsionar. ¿Qué significa esa palabra? No tenía idea. Mis papás tampoco, nunca nos explicaron. Tal vez porque pensaban que hay cosas que solo se entienden por sí mismas. Como los colores, que carecen de definición. El blanco es blanco y el negro es negro cuando alguien los mira y los compara. Solo ahí es cuando se comprende la diferencia.

Los ojos se le pusieron blancos y la saliva se le caía por la boca. Pensé que se iba a morir. Mi mamá nos sacó rápido de la pieza a mí y a mis hermanos para que no la viéramos, pero ya era tarde. Esa sola imagen nos había contaminado por completo. Ver a nuestra abuela aproximándose a la muerte en un proceso de pura decadencia.

 

Cuando era más chica, mi papá nos decía que en el bosque había un monstruo, un ave gigante, que vigilaba desde la rama más alta de los eucaliptus. Me daba miedo ir después de que se pusiera el sol. Mi papá había inventado todo eso para que no nos fuéramos tan lejos de la casa, sobre todo de noche. Yo nunca vi al ave, y mis hermanos tampoco, pero puedo jurar que alguna vez la escuché.

 

Dejó de asustarme la idea de ir sola al bosque cuando murió la Nené. Ahí todo cambió. Dejé de sentir miedo. Yo cambié, aunque el nudo en la garganta seguía ahí, haciéndose cada vez más grande y el dolor más intenso. Comencé a ir más a menudo al bosque y me quedaba sola hasta que se hacía de noche. Mi mamá pasaba gran parte del tiempo fumando o llorando a escondidas en el baño y mi papá se quedaba viendo tele, pensando que yo estaba en mi pieza. Nadie se percataba de mi ausencia.

Me hice amiga de las ranas. Escuchaba sus conciertos bajo la oscuridad de los árboles, acompañados por el aullido de los perros a lo lejos. En el verano, las cigarras se sumaban en un coro. Pero siempre llegaba un punto de la noche en que todo quedaba en silencio.

Recuerdo que, una vez, escuché pasos. Las hojas se iban triturando cada vez más cerca mío. ¿Quién es? Pregunté. Nadie contestó. Quizás era mi hermano mayor que quería hacerme una broma. Me quedé quieta esperando a que volviera a caminar. Pasaron los minutos, pero no sucedió nada. Regresé a la casa y mi hermano estaba junto a mi papá viendo las noticias. No se había movido de ahí.

Volví a ir al bosque a la noche siguiente. Me senté sobre las hojas y descubrí un tubérculo de las papas que había querido sembrar mi tata. El tubérculo, me explicó una vez, es la parte más importante de algunas plantas. Es la raíz donde se alimentan, porque ahí están todos sus nutrientes. Sin él, no podrían vivir. Además, Catita, una nueva papa puede nacer de su planta madre gracias al tubérculo, de manera que están todas conectadas entre sí.

Miré el tubérculo que tenía entre las manos, pero estaba seco. De pronto, el nudo que tenía en mi garganta comenzó a hacerse más intenso. Intenté pararme, pero no podía. Me di cuenta de que mis piernas estaban enraizadas en el suelo. Y comencé a llorar con todas mis fuerzas, por primera vez, en todos esos meses. Entonces, el nudo desapareció. Ya estaba unida con mis raíces en esa tierra seca e infértil. Pese a todo, había logrado brotar y ya era imposible que me desarraigaran. Fue ahí cuando me sentí en paz.

 

 

Javiera Mateluna Cuadra nació en Santiago de Chile, en 1994. Es licenciada en Letras Hispánicas y periodista por la Universidad Católica de Chile. Actualmente trabaja en Radio Cooperativa Ciencia.

 
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